El más importante arquitecto valenciano es un ingeniero suizo que diseña objetos en París. Santiago Calatrava, formado como arquitecto en Valencia y como ingeniero en Zúrich, vive actualmente en París, desde donde dirige tres oficinas —una en cada ciudad— que diseñan aeropuertos y tenedores, puentes y mobiliario, estaciones de ferrocarril y lámparas de mesa: no existen fronteras de escala para el talento plástico de este creador polifónico, que ha obtenido, a los 42 años, un reconocimiento internacional poco común. La exposición de sus trabajos que se abre el próximo 25 de marzo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York culmina una sucesión de éxitos entre los que se cuentan la selección de su galería de Toronto para la lista que publicó en enero la revista Time de los diez acontecimientos de diseño más relevantes de 1992; su inclusión, junto a los también españoles José María Aznar y Pedro J. Ramírez, entre los 200 líderes del futuro destacados por el Foro Económico Mundial que se reunió en Davos, Suiza, a principios de febrero; y su triunfo, compartido con el británico Foster y el holandés De Bruijn, en el concurso de ideas para la renovación del Reichstag berlinés, hecho público a mediados del mismo mes.
En sólo ocho años, Calatrava ha pasado del anonimato a la fama internacional. En 1985 se dio a conocer con tres puertas de aluminio, añadidas a un almacén ya existente en la localidad alemana de Coesfeld, que se abrían como un acordeón lírico y ceremonioso; y en 1992 había ya construido en Sevilla un puente tan alto como la Giralda, había levantado en Barcelona una torre emblemática en el anillo olímpico y había proyectado para Valencia un edificio de comunicaciones dos veces más alto que la madrileña Torre Picasso. Entre el palio mecánico del almacén Ernsting en Alemania y los puentes y torres de la España olímpica hay varias estaciones de ferrocarril en Suiza y Francia, y un número respetable de pabellones, marquesinas y —sobre todo— puentes proyectados o construidos en cinco países. Hoy, el diseñador tiene en el tablero un museo en Valencia, un aeropuerto en Bilbao, un auditorio en Tenerife, un parlamento en Berlín y una catedral en Nueva York.
Hay que remontarse al caso de Ricardo Bofill —que también construyó una parte de su biografía fuera de España— para hallar un ejemplo semejante de precocidad en los logros y el reconocimiento. Y con todo, el catalán tardó un año más que Calatrava en ver publicada la primera monografía sobre su trabajo, y cuatro años más que el valenciano en obtener la consagración internacional que otorga exponer en el MoMA neoyorquino. Así que, probablemente, no sea exagerado decir que Santiago Calatrava es el arquitecto español más exitoso de este siglo, y también aquél que ha dejado una huella plástica más notoria en las dos ciudades —Sevilla y Barcelona— que han estado en el escaparate del mundo durante el año de España. No es fácil, pues, describir la obra de Calatrava sin preguntarse al mismo tiempo por las circunstancias que le han otorgado una popularidad tan extraordinaria, y seguramente es útil formularse esas interrogantes al hilo de su triple condición de diseñador, ingeniero y arquitecto.
Los dibujos y las obras de Santiago Calatrava combinan las disciplinas del diseño, la ingeniería y la arquitectura: en la página anterior, la catedral de St. John the Divine en Nueva York; a la derecha, croquis para la galería de Toronto; y abajo, la estación del TGV de Lyón-Satolas.
Repertorio orgánico
Como diseñador, Calatrava emplea un repertorio orgánico de huesos, colmillos, troncos y palmas sometidos a un orden geométrico y mezclados con formas futuristas ahusadas o aerodinámicas. Esa combinación entre naturaleza y mecanismo que se da en los esqueletos o en las máquinas carenadas tiene una poderosa capacidad de seducción, que en las obras de Calatrava linda por un lado con los volúmenes mórbidos e inquietantes del surrealismo y por otro con las fantasías evocadoras de la ficción científica. Pero, a diferencia de los jóvenes diseñadores japoneses que construyen sus máquinas vivas como robots antropomórficos del linaje de Mazinger Z, el valenciano combina a Salvador Dalí con Flash Gordon para fabricar objetos que apelan al subconsciente y a la infancia de la manera sensual y juguetona que lo hacían los muebles de Cario Mollino o las casas de Gio Ponti.
El carácter distintivo y la fascinación de esos objetos es, desde luego, independiente de su tamaño, lo que los desacreditaría como construcciones estructurales —donde la escala lo es todo— pero los avala como construcciones simbólicas. Un ejemplo significativo es la insólita torre de Telefónica en Barcelona, que además de establecerse como hito urbano conoce otra vida en forma de lámpara de mesa, firmada también por Calatrava y fabricada a una escala 200 veces menor que la construcción de Montjuic. Y en los casos en los que la estructura está dotada de movimiento, como el pabellón de Kuwait en la Expo de Sevilla, la geometría variable del objeto ofrece una representación literal de la máquina orgánica, en la forma de esculturas cinéticas que evocan danzas mecánicas.
Como ingeniero, Calatrava manifiesta su voluntad escultórica con puentes inesperados y elegantes que compensan la extravagancia estructural con una ejecución impecable, desde las primeras maquetas de escayola hasta los encofrados exactos de los hormigones. La fusión de los elementos rítmicos de acero con el modelado plástico del hormigón transmite la imagen de una técnica optimista y amable, fruto de la prosperidad y del gusto exigente, en todo semejante a las formas audaces y confiadas que acompañaron el nacimiento de la sociedad de consumo en los años cincuenta. Calatrava hace escultura urbana con el presupuesto de la obra pública, y justifica sobradamente el coste superior de sus estructuras por la capacidad simbólica de sus formas: el puente barcelonés de Bach de Roda, por ejemplo, ingresó de inmediato entre los iconos de la publicidad televisiva porque supo expresar admirablemente la pulsión sofisticada y moderna de la sociedad española en los últimos ochenta; y el sevillano del Alamillo, por su parte, no ha levantado con su arpa excesiva un tablero de tráfico tanto como una voluntad de cambio.
Esta ingeniería escultórica emparenta a Calatrava con el italiano Nervi y con el suizo Maillart (cuya influencia permaneció viva en la ETH de Zúrich a través de Menn, que fue profesor de Calatrava), pero menos con la tradición industrial del francés Prouvé o la escuela estructural de los españoles Torroja y Candela, aunque el arquitecto valenciano haya colaborado en alguna ocasión con este último. En todo caso, estas imprecisas referencias de filiación intelectual palidecen frente a las que, en un volumen hagiográfico preparado por el estudio de Calatrava y financiado por sus clientes, presentó el crítico Werner Blaser, y donde se publicaban, como paralelos a su trabajo, nada menos que los de Leonardo, Miguel Ángel, Viollet-le-Duc, Gaudí... y hasta Aalto y Brancusi. El talento para conseguir que sus clientes financien su promoción es, por cierto, algo que sigue acompañando a Calatrava, ya que tanto su reciente exposición en Londres como la que próximamente se abre en Nueva York han sido posibles gracias al generoso patrocinio del gobierno de la Generalitat valenciana.
Selvas sagradas
Como arquitecto, por último, Santiago Calatrava es un fundamentalista gótico cuyas metáforas vegetales o del vuelo generan espacios ascendentes: sus florestas estructurales —como la galería de Toronto o los proyectos para St. John the Divine en Nueva York y el Reichstag berlinés— son siempre selvas sagradas con proporciones catedralicias; sus aves de alas desplegadas —como los proyectos para la estación de Lyón-Satolas, para el auditorio de Tenerife o para el aeropuerto de Bilbao— expresan el movimiento detenido con esqueletos delicados y luminosos. Aunque en los volátiles es irremediable referirse al expresionismo acrobático de Saarinen, las raíces de los bosques esbeltos de Toronto, Nueva York o Berlín están en el humus gótico de un arquitecto que, en una entrevista reciente con Martin Pawley, no dudaba en declarar que aspiraba a ser un constructor de catedrales, «más allá de la función, de la economía y de la política». No es sorprendente que Philip Johnson, el cual, según dijo en una ocasión, «preferiría dormir en la nave de la catedral de Chartres, aunque tuviera el baño más próximo a 500 metros», trabara amistad con Calatrava a raíz de la impresión que le produjo su proyecto para la terminación de la catedral de St. John the Divine.
La naturaleza gótica de la obra de Calatrava aproxima más sus edificios a las órdenes religiosas que a los órdenes arquitectónicos. Con un nombre de apóstol cruzado y un apellido de orden militar, Santiago Calatrava estaba llamado a defender la arquitectura cristiana tanto del clasicismo pagano como de los infieles. Pero el perfume dulzón y liviano de los cincuenta alivia el radicalismo fundamental de sus estructuras y transforma al constructor de catedrales en un gótico aromático y civil.[+][+]