Oita Stadium, Japan
Kisho Kurokawa 

Oita Stadium, Japan

Kisho Kurokawa 


Jin Taira

La quilla de la estructura es el soporte-guía para una cámara de televisión que recorre los 274 metros del arco. Los espectadores experimentan nuevas sensaciones de presencia, velocidad y tensión. El efecto no sorprende como lo hicieron los hermanos Lumière en el café parisiense del bulevar de los Capuchinos en 1895. George Orwell encontraría irónico el guiño de este gran ojo que mira al cielo y escudriña sus propias entrañas, controlando todo cuanto acontece. Pero lo cierto es que sus ‘utopías negativas’ o las ‘utopías megalómanas’ de los metabolistas no encontraron eco en una sociedad (la de la hipocresía burocrática de posguerra o la de la alarma social de los sesenta) más proclive a la evasión que al pesimismo.

Kurokawa se identificará siempre con el fluir que traduce su nombre de familia (Río-Ne-gro). Sus trabajos de los ochenta y los noventa no emocionan como sus primeras obras, prácticamente ya los únicos testigos del moviento metabolista que se resisten a desaparecer en Tokio y Osaka, donde lo efímero es la esencia de lo urbano. En Tokio, la torre de apartamentos cápsula Nagakín (1970-1972) todavía defiende su territorio frente a la nueva y ambiciosa apuesta urbana de la ciudad, Shiodome, un complejo que viene a redefinir el espacio ocupado por la primera estación ferroviaria que unía Yokohama con la capital en 1872. Kurokawa es el vórtice de una espiral y asume el liderazgo de una empresa con filosofía propia. Si bien el estadio de Oita ha sorprendido doblemente por su elegante sencillez y su manufactura impecable, realizaciones próximas tales como una casa ecológica en Singapur (tras vencer a Foster), conjuntos urbanos en China (recreaciones metabolistas) o el Museo de Arte Moderno en Nogizaka no tendrán la misma acogida crítica. Puede que menos comprometido y audaz, tal vez más pragmático y formalista, Kisho Kurokawa seguirá no obstante erosionando los meandros Cinco y media de la mañana en Yokoo, a 7 kilómetros del centro de la ciudad de Oita. Un azul intenso inunda los alrededores de la estación, tiñendo la naturaleza al amanecer. Entre los matorrales, un casquete esférico emerge de la bruma. Elegante en su trazo, humilde en el gesto, ambiciosa en intenciones, esta esfera anclada en las entrañas de la tierra toma posesión de su entorno con caligrafía geométrica.

Seis de la mañana. Policías, organizadores y operarios toman el lugar. Empiezan las actividades de control y distribución, estrategias ensayadas durante meses para controlar la fiebre del juego en los días del Mundial de Fútbol. Cientos de japoneses concentrados en un trabajo rigurosamente planificado, nunca improvisado. Después, evasión en 90 minutos.

Tres partidos y el efímero eco del Mundial vuela a otros lugares, dejando un rastro de manipulación territorial en veinte localizaciones entre Corea y Japón. Tan sólo tres partidos han sido capaces de generar un estadio de 51.830 metros cuadrados en Oita. La perla de un ambicioso plan para transformar 255 hectáreas en un parque deportivo que entra ya en su tercera fase de construcción.

El autor no es un desconocido. Kisho Kurokawa (1934), fundador del Metabolismo japonés, vuelve. Si la Expo de Osaka firmó en 1970 el comienzo del ocaso de este movimiento, 32 años después otro evento lo ha devuelto al punto de mira internacional. Kurokawa ya no es el joven indómito de los sesenta. Es una empresa liderada por un hombre pertinaz cuyo discurso se ha suavizado con los años. En su obra ‘coexisten’ la arquitectura de abstracción simbólica y gesto ideogramático (arquitectura del Kanji), y la arquitectura de manipulación geométrica con veladuras de interpretación japonesa (arquitectura alfabética). Esta ambivalencia se percibe con extrañeza en el análisis occidental de su trabajo. Kurokawa lo intepreta como parte de su trabajo teórico (Filosofía de la simbiosis, 1986), de influencias budistas, con un mensaje sencillo pero de ambigua traducción práctica. Oita es arquitectura alfabética. La geometría del estadio descansa sobre una esfera metálica, cuyo centro virtual subyace a 131 metros de profundidad. El casquete, que se eleva 61 metros, delimita un territorio de 140 metros de radio. Un cilindro elíptico, de 200 metros en su eje mayor y 130 metros en el menor, percute el corazón de la esfera, dejando un vacío expuesto al cielo. Dos semilunas esféricas de teflón se deslizan sobre el casquete como párpados de un ojo japonés. Un ojo «plano, ni exorbitado ni hundido, sin arrugas, sin bolsas y, casi, sin piel, es la hendidura lisa de una superficie lisa», diría Roland Barthes (El imperio de los signos, 1970).

Oita se asienta liberando sus parámetros horizontales y verticales. El casquete esférico se desliga del terreno creando la planta baja y permitiendo una percepción donde el límite entre exterior e interior se diluye en el horizonte. El rectángulo verde se hunde en el terreno actuando de contrapunto vertical con el gran azul elíptico que se abre al cielo. Como resultado de esta estrategia, el espectador es inducido a incorporarse al espacio resultante de esta operación de dos maneras opuestas: ‘asomándose’ en las tres plantas de graderío suspendidas sobre la planta baja, o ‘sumergiéndose’ en los dos niveles excavados bajo la línea de tierra.

Precisión pragmática

Un gesto tan sencillo como audaz obligó a Kurokawa a aliarse con la omnipresente Takenaka Corporation, la constructora que ha re-suelto el apartado tecnológico. Cada aspecto fue solucionado con propuestas tan pragmáticas como efectivas, con el fin de garantizar la obsesiva precisión constructiva, la seguridad en obra y la reducción en el número de operarios. La estructura se resolvió a través de cuatro elementos: un armazón de arcos cruzados conformado por una quilla de 274 metros de vano en dirección norte-sur, la mayor del mundo en su clase, cortada trasversalmente por 7 arcos principales, arcos secundarios y anillos de compresión; una estructura fija de celosía triangular; otra estructura retráctil; y, finalmente, una cimentación con anillos de tensión. Para guiñar, la cubierta cuenta con la ayuda de cinco centrales de tracción ubicadas junto a la cimentación de los principales arcos transversales este-oeste. La iluminación natural se confió a las cualidades del teflón, con una permeabilidad del 25% que hace innecesario el uso diurno de luz artificial, mientras que para la ventilación natural se aprovecharon las aperturas en los muros, los vientos dominantes y el flujo térmico producto de la diferencia de temperaturas entre interior y exterior. El proyecto del estadio se esforzó en crear una estructura flexible multiuso, que pudiese generar un razonable rendimiento económico cuando la fiebre del contemporáneo ‘opio del pueblo’ abandonase a los 1.230.000 habitantes de la Prefectura de Oita. Para ello, el recinto no sólo cumple con los requisitos reglamentarios de una pista de fútbol o rugby con un aforo de 45.000 localidades, sino que incluye la provisión de espacio para competiciones de atletismo a través de un sistema de asientos retráctiles que, reduciendo el aforo a 34.000 localidades, libera una pista que circunda el terreno de juego. Las particulares características de su estructura permiten compartimentar espacios para acoger 10.000 o 20.000 personas en conciertos y otros eventos multitudinarios. Por su parte, el sistema de cubierta móvil permite la explotación del estadio durante todo el año independientemente de las condiciones climatológicas...[+]


Obra
Estadio de Oita. 

Cliente
Prefectura de Oita. 

Arquitecto
Kisho Kurokawa. 

Colaboradores
N. Arikado, T. Watanabe, H. Mima, N. Ueki, Y. Yoshida, K. Nishikawa, S. Sugimura, H. Atsushi, K. Ikeda, N. Umetsu, E. Takayama, D. Matsui; KT Group (estructura e instalaciones). 

Contratista
Takenaka Corp. 

Fotos
Koji Kobayashi