Enclavado en un dramático paisaje, intensificado en época de Monzón, el pabellón forma parte de un proyecto para acercar el arte a los ciudadanos a través de intervenciones en el entorno natural de la ciudad surcoreana de Anyang, a treinta kilómetros de Seúl.

Un conjunto de muros curvos interseca con una cubierta también curva, encerrando un espacio dinámico que combina superficies cóncavas y convexas. El programa es escueto: una gran sala polivalente, una pequeña oficina para la policía y un conjunto de aseos para los visitantes del parque. Tanto los servicios como la oficina ocupan una posición anexa y ambos cuentan con entradas independientes desde el exterior. El espacio central queda por tanto libre de obstáculos y se percibe como un espacio continuo, caracterizado por los matices que genera la luz al resbalar por las distintas superficies curvas. Una escalera encajada en el volumen saliente da acceso a una sala de reuniones situada en una entreplanta superior que se asoma a través de un hueco rectangular al espacio principal. A excepción de las puertas acristaladas y dos pequeñas ventanas, los muros son prácticamente ciegos, aislando el edificio de su entorno y concentrando la atención en el interior del pabellón.