Iglesia de la Inmaculada Concepción, Longarone
Giovanni Michelucci 

Iglesia de la Inmaculada Concepción, Longarone

Giovanni Michelucci 


Después del neorrealismo, de la vuelta a la simplicidad y de la arquitectura orgánica, la década de prosperidad trajo una inusitada libertad formal. Todavía necesitados de legitimidad constructiva pero ávidos de plasticidad, los arquitectos más asertivos se arriesgan a generar formas escultóricas que, como en el barroco, traen razón de la geometría y de la construcción mediante una voluntaria complicación. Aparece aí un manierismo moderno, para el cual la forma no se debe tanto al discurso cartesiano como al de la Gestalt, y la construcción se legitima por sí y no sólo por la economía. La inteligencia se permite explorar y perderse en el sentimiento y en la fotogenia de la técnica, en una posmodernidad social que precede a lo que se llamará poco después posmodernidad en arquitectura.

Así que ahora el edificio religioso, que había mantenido como actitud de posguerra una renuncia voluntaria a la gloria arquitectónica moderna y a la austeridad franciscana, reivindica la libertad del gesto. El argumento de la obra, que con los racionalistas se había reducido a lo esencial, al drama de la eternidad, vuelve a tomar la grandilocuencia del teatro católico. Expresionismo moderno, retórica para persuadir de la importancia de los contenidos en vez de dialéctica para argumentarlos. Una iglesia al pie de las montañas que quiere ser un anfiteatro. Doble anfiteatro, uno sobre otro; lo nunca visto. La iglesia toma la forma de un pequeño estadio de hormigón, levantado sobre el suelo del valle, y sobre ella la cubierta configura un circo al aire libre. Todo ello da pretexto para tratar de modo brutalista, por usar la palabra de la época, y elocuente, por lo alto que hablan, las rampas y pasarelas que conducen a las gradas y a la cubierta. Entre ellas, los elementos tradicionales como la puerta, la campana o el crucifijo parecen decoración añadida y un tanto fuera de lugar.

La liturgia parece aquí una excusa para un monumento a la arquitectura, lleno de guiños constructivos y de algún que otro déjà vu finlandés o hindú. El templo circo de Longarone es un testimonio de la voluntad de forma en una sociedad narcisista y próspera. Algo a lo que aludía el Sciascia de Todo modo cuando escribió ácidamente lo de arquitectura y sociología, las dos grandes imposturas de nuestro tiempo. La grandeza de las catedrales debía de estremecer al hombre por temor al Altísimo que se revela en ellas, y por gozo de participar gratis de tanta luz y majestad. Pero el hormigón y la piedra de Longarone, al pie de las montañas, participan más bien un sentimiento de soledad...[+]