«Un mal cliché puede arruinar una explicación», decía en una ocasión Le Corbusier, que siempre posó seguro ante la cámara, como una modelo profesional que nunca improvisa. Esta actitud consigue aflorar incluso en los desinhibidos reportajes que, entre 1955 y 1965, le dedicó al maestro y a su obra René Burri (1933), entonces un prestigioso fotógrafo de la agencia Magnum. Aquellas imágenes son las que componen este libro, editado con textos de Arthur Rüegg.
Las relaciones entre Le Corbusier y la fotografía empiezan a ser un tema clásico por el uso que el arquitecto hizo de la imagen para la difusión de su mensaje moderno. Los casi quinientos negativos que el joven Jeanneret se trajo de su viaje a Oriente en 1911 ya contenían en germen una viva intuición sobre la fotografía como medio de re-presentar la realidad. En aquellas fechas decía Le Corbusier: «mis palabras, más que verlas impresas sobre blanco, prefiero suministrarlas a través del proyector de diapositivas». Desde la publicación de L’Esprit Nouveau en 1920, acompañó el texto con fotografías, una práctica muy temprana si se considera que, de hecho, sólo desde 1910 se podían tramar en Francia las imágenes para la prensa. En los años veinte, para realizar su actividad divulgadora, contrató a profesionales como Thiriet, Gravot y Alain Salaün, autor de las históricas fotografías de las villas Stein y Saboya que aparecen en la Obra completa de 1935. Más tarde fueron los fotógrafos los que acudieron a él. Es el caso, sobre todo, de Lucien Hervé y también de René Burri.
El trabajo de este último se presenta ahora en el formato de álbum apaisado que popularizó Le Corbusier y con las instantáneas (porque eso son) distribuidas en capítulos según el edificio. El fotógrafo prefiere que los habitantes sean los protagonistas, en una línea próxima al reportaje life de agencia; rompe así el maleficio de las fotos auspiciadas por el arquitecto, huérfanas de personas y llenas de mensajes programáticos y objetos tipo. Son fantásticas las instantáneas de los monjes de La Tourette y de las mujeres de la Unité de Marsella, y sorprendente el Le Corbusier íntimo que muestra su apartamento tras la muerte de su esposa Yvonne. Al cámara le queda menos margen cuando es el propio arquitecto quien posa, con el gesto predeterminado y la estereotipada imagen de severo artista con pajarita y lentes de concha. Algunas de estas fotografías de Burri son ya míticas, como la de las gafas junto a los croquis; otras están destinadas a cambiar nuestros a prioris, como las de la Villa Saboya agrietada y salvaje antes de su restauración.
En todo caso, Le Corbusier ha vuelto a cumplir su objetivo. Con su obra llena de intenciones y con su personalidad singular ha logrado captar nuestra atención, aunque sea a través de las indiscretas y sugerentes imágenes de Burri.