Enfrentarse tiza en mano a una gran pizarra es algo que habremos visto con frecuencia en cualquier película, serie o corto donde aparezca un profesor de ciencias. Los alumnos toman notas mientras él llena una pared negra de símbolos matemáticos blancos. En la variante divertida suele ser el científico chiflado, y en los documentales o biopics de historia de la ciencia, quizá un Einstein o un Heisenberg.
Esas grandes pizarras cubiertas de signos —¿escritos o dibujados? — a veces semiborrados y a menudo incomprensibles, son las protagonistas de Do Not Erase. La atracción de Jessica Wynne por esta versión de la escritura jeroglífica —literalmente hieros glyphos, ‘rayas sagradas’— y su fascinación por el misterio de la alta matemática se plasman en una larga serie fotográfica. Cien pizarras recién cubiertas por la tiza científica, justo antes de ser emborronadas y borradas. Fotos del instante en que aún permanece visible el desafío matemático y a veces el éxito de su resolución.
‘Chalkboards and Reflections’ da nombre a la serie fotográfica, en la que cada pizarra se acompaña de un comentario de su autor, y así los profesores nos descubren su respeto por la tradición de la pizarra, su entusiasmo cuando la ecuación queda resuelta y su emoción con la experiencia táctil. Wynne apunta más allá con su intuición de una poética o de un arte secreto, quizá de un club de buscadores de la verdad. Pero la cuestión queda en el aire cuando se pregunta qué sucede cuando se borra la pizarra, cuando se desvanecen el brillo de la ecuación o la lucidez del esquema. Todavía más metafísico resulta el epílogo de Alec Wilkinson que tantea el trasfondo del asunto y acierta al recordar la larga historia de nuestro descubrimiento occidental de las ideas matemático-geométricas. Esas evidencias eternas de Aristóteles y Pitágoras que ni siquiera un dios podría cambiar y que parecen pertenecer a la misma mente del Dios según Cantor. Una matemática que sería una persecución de la Verdad.
Tal vez lo que hace tan atractiva la colección de pizarras no es tanto el contenido de sus discursos matemáticos cuanto su propia mitología, en un sentido actual del término. El mito matemático moderno se trasluce en esas pizarras, un mito cuya mejor grafía es probablemente la ecuación E=mc2. Un mito propagado por su carácter hermético, y por tanto mistérico, y como las epifanías del Big Bang o la teoría de cuerdas, mitologías del absoluto escritas con ecuaciones.
Pero lo que hace hermosas además de atractivas las pizarras, es nuestra noción de arte contemporáneo, aunque la fotógrafa Wynne eluda la cuestión. Hemos aceptado como arte marginal los simulacros de escritura, incluidos los desvaríos de Jeanne Tripier, y hemos hecho un mito de los grandes formatos de mancha vertical o de escritura muraria, el expresionismo informal y el grafiti. Las pizarras como arte nos llevan a la obra de Cy Twombly, aquel chico prodigio del Black Mountain College aupado por los filisteos de Nueva York, como los llamó Hannah Arendt, a sus grandes lienzos emborronados por una escritura descuidada y amplificada. Miniliteraturas para legitimar el gran fondo vacío de la obra. O en su caso, el horror vacui del grafiti. Pero ese arte debe ser congelado para el consumo, usa pensamiento prestado y, como diría Barthes, pretende ser un metalenguaje. Las pizarras, en cambio, no son arte de mercado, son el escenario de la inteligencia.