Pocos edificios merecen una biografía intelectual, pero el Pompidou es uno de ellos. Coincidiendo con su aniversario, el historiador y crítico Francesco Dal Co ha trenzado magistralmente la madeja de relatos que se anudan en una obra extraordinaria, donde la efervescencia política y cultural del 68 parisino se entreteje con la creatividad técnica anglosajona para levantar uno de los iconos del siglo XX: un monumento involuntario que devino emblema de un tiempo agitado, optimista y radical. Ampliando un ensayo publicado en italiano en 2014, Dal Co ofrece ahora en inglés un libro compacto y vibrante, libre de andamiajes académicos, que se lee de un tirón, arrastrados por la eficacia elegante de la prosa y el caleidoscopio de referencias que cristalizan en esta obra sincrética. Consciente de que ningún historiador puede aspirar a representar el pasado, siguiendo el precepto de Leopold von Ranke, ‘como realmente sucedió’, el profesor veneciano y director de Casabella aventura su propia interpretación para liberar al Beaubourg de su ‘tradición inventada’, y sin que ello suponga dejar de reconocer su deuda con la copiosa literatura sobre el edificio, a la que se dedica una nota bibliográfica que ocupa las diez últimas páginas del libro.
Los primeros compases rinden tributo a Georges Pompidou, que desde la Presidencia de la República promovió un edificio revolucionario, surgido de la marejada intelectual y estética del 68, pero alimentado también por la ligereza estructural de las construcciones metálicas del siglo XIX, como Les Halles, demolidas en 1971 de forma simultánea a la convocatoria del concurso del Beaubourg, que habría de inscribirse igualmente en lo que Alfred Meyer describió en 1907 como la victoria del principio tectónico del hierro sobre el estereotómico de la piedra. Pompidou lamentaba que su predecesor De Gaulle —pese al dinamismo carismático de su ministro André Malraux, que sembró el hexágono de Maisons de la Culture— no hubiera dejado un edificio que lo recordara, y en su caso apoyó decididamente este museo de nuevo tipo que algunos describieron como una Exposición Universal permanente de arte y tecnología, y que habría de inaugurarse en 1977, tres años después de la muerte de su impulsor. Dal Co comenta en detalle las fuentes inspiradoras del proyecto, que remiten a la formación previa de Renzo Piano y Richard Rogers, así como a su común admiración por Buckminster Fuller, Frei Otto o Jean Prouvé (que fue por cierto presidente del jurado del concurso), pero también a la tradición ingenieril británica que entonces representaba la oficina de Ove Arup, coautora del proyecto, y en ella a las figuras de Ted Happold, Peter Rice o Tom Barker.
Como palacio popular de la cultura —que en Francia es lo más próximo a una religión de Estado—, síntesis feliz de Arcadia tecnológica y pasaje parisino, el Pompidou tiene una deuda intelectual con el Fun Palace de Cedric Price y Joan Littlewood, ‘la diosa tutelar del teatro de agit-prop’, y Dal Co pone énfasis en mostrar que su vínculo con ese ‘templo mecánico para el homo ludens’, según lo definió Reyner Banham, es más pertinente que la frecuente referencia al grafismo pop, apolítico y antigravitatorio de Archigram. Los arquitectos del Pompidou eran más constructores que dibujantes, y el relato de la obra está articulado, como ella, ‘pieza a pieza’, desde las míticas ‘gerberettes’ hasta la fusión de composición y construcción en la fachada trasera, tan opuesta a la de la plaza, en la tradición ‘parlante’ de Boullée, Rodchenko, Bayer o Nitzchke, y que permite a los visitantes consumir con la mirada la ciudad transformada en mercancía, como ya antes en la Torre Eiffel. Si desean rendir homenaje al edificio y a su tiempo con ocasión de su aniversario, lean este pequeño libro de un gran historiador. No se arrepentirán.