Este libro principia y culmina con una colección de fotografías a toda página: fotografías intencionadamente desenfocadas, borrosas, en las que los edificios parecen moverse dejando tras sí una estela de materia, como si fueran esculturas de Boccioni. Sin embargo, es difícil encontrar una arquitectura más precisa que la de Dietmar Eberle: una arquitectura de volúmenes definidos y contornos claros que asume protagonismo urbano sin caer en las estridencias, y que lo hace interpretando a su manera dos grandes tradiciones, la del racionalismo centroeuropeo y la del decoro clásico.
Nacido en 1952, el austríaco Dietmar Eberle ha sido durante años catedrático en la ETH de Zúrich, dirige desde 1985 una de las oficinas europeas más grandes (250 empleados) y con mayor proyección internacional (13 sedes), y su extensa producción (500 proyectos) cubre casi todos los tipos arquitectónicos con la calidad media que está solo al alcance de los arquitectos más talentosos y perseverantes. Así y todo, Eberle no es una figura demasiada conocida en el panorama europeo —menos aún en España— y es posible que su arquitectura no haya recibido aún toda la atención que merece.
Las razones de la oscuridad parcial de Eberle son varias, aunque acaso la mayor sea su estimable falta de estilo. En ocasiones, tener estilo puede ser un drama, en la medida en que, forzando la reiteración de lo previsible, impide la necesaria variedad, incluso la riqueza, que brota de la atención a los problemas y lugares concretos. No es el caso del austríaco, cuyo eclecticismo se debe a un consciente compromiso con el contexto que le ha llevado al extremo de reinventar la estructura de una oficina que pronto dejó de ser un estudio tradicional arraigado en Viena para convertirse en una exitosa red de franquicias establecidas en todos los escenarios de la globalización: de Lustenau a Shanghái, de Berlín a Hanói, de Vaduz a Hong Kong.
Este pacto con lo local —que tiene tanto de manifiesto como de inteligente operación logística— explica la diversidad tipológica y estilística de la obra de Eberle; una diversidad que muestran bien las decenas de edificios construidos entre 2010 y 2020 que esta monografía recoge con detalle: la sede de Vodafone en Ámsterdam, severa y urbana; la Nordwesthaus en Fußach, figurativa y acuática; la Maison du Savoir en Luxemburgo, modular y burocrática; las oficinas Tic Tric Trac en Zúrich, sinuosas y miesianas; o el bloque de apartamentos Schlachter en Bregenz, amable y háptico.
Este admirable eclecticismo sostenido en la sensibilidad por lo concreto y en la estructura coral no impide, sin embargo, que los edificios de Eberle se sostengan en principios intelectuales de calado, que son a la postre los que dotan a su arquitectura de cierto aire de familia. El primero de ellos es un compromiso con la ciudad que debe mucho a Aldo Rossi pero que va más allá de la memoria para interesarse por cuestiones como la relación entre la densidad y el carácter urbano, y el papel que en ella pueden desempeñar los edificios a través de un concepto con hondas raíces clásicas pero que el austríaco ha sabido revivir: el decoro, es decir, la correspondencia entre lo que los edificios son y lo que deberían parecer.
La palabra decoro significa también ‘gravedad’, que es, no en vano, otro de los principios fundamentales de la arquitectura de Eberle. La gravedad como distinción noble, incluso severa, y asimismo la gravedad como peso, como masa, que hace que los edificios aguanten el embate del tiempo atmosférico y del tiempo cronológico. En este sentido, Eberle es un verdadero vitruviano: su decoro tiene que ver con lo pesado y lo duradero, y con el equilibrio buscado en la vieja tríada de la utilitas, firmitas y venustas.
Sin duda, el mejor ejemplo de este vitruvianismo 2.0. es la Haus 2226 —la sede del estudio en Lustenau—, cuyo nombre sugiere el rango controlado de las temperaturas que se dan en un edificio exquisitamente despojado que aspira a la autonomía energética por medio de la inercia térmica que procuran sus gruesos muros cerámicos y a la ventilación natural que se canaliza a través de sus elegantes huecos verticales. Se trata, en rigor, de todo un manifiesto por una arquitectura grave y profunda en la que lo sostenible no estriba en la aplicación de gadgets bioclimáticos y el registro contable de materiales, sino en la construcción de una atmósfera amable mediante la forma, la materia y la energía, esto es, de las herramientas fundamentales del arquitecto.
El eclecticismo de Eberle reinterpreta la tradición en una clave local, urbana, grave y medioambiental. No se trata de vanguardia; solo de sentido común.