De entre todas las utopías modernas, la que pretende conservar o revivir los rastros del pasado es acaso la más improbable. El restaurador sabe —como el observador de Heisenberg— que su huella altera indefectiblemente el objeto de su empresa; el teórico, por su parte, es consciente de que preservar la pieza histórica implica sacarla del proceso del tiempo, que es en realidad el que le dota de valor.
De la constatación de esta aporía parte Juan Miguel Hernández León en Autenticidad y monumento. Del mito de Lázaro al de Pigmalión, un libro de sesgo filosófico que indaga en las diversas teorías sobre el patrimonio que se han ido sucediendo, desde la instauratio renacentista hasta los complejos tinglados normativos de hoy. Lo hace con un discurso denso —y por momentos oscuro— que disuadirá a algunos lectores, pero partiendo de un enfoque que interesará a otros tantos, y que va más allá de las manidas fórmulas del especialista, para ensayar con libertad una cartografía de conceptos pertinentes y afines entre sí: la unidad, la autenticidad, la pátina, la organización, el carácter, la originalidad, el simulacro y, sosteniéndolos a todos, la materia y la memoria.
Es precisamente la polaridad entre la materia (el valor físico del objeto histórico) y la memoria (su valor evocativo) la que estructura el decurso del libro, que comienza con el concepto de ‘monumento’ alumbrado en el primer Renacimiento, sigue con los binomios antiguo/moderno y modelo/copia de la Ilustración, florece con la ‘cultura de la tutela’ del Romanticismo en ciernes, se refuerza con la pugna entre Viollet-le-Duc y Ruskin —restaurador el uno; conservador el otro— y, enriqueciéndose con las aportaciones de Riegl, Boito, Giovannoni y la Carta de Atenas, termina preguntándose, con extrañeza, sobre la posibilidad del monumento en una cultura que ya no tiene que ver ni con la materia ni con la memoria, sino con la pura mercancía virtual: una cultura, en definitiva, como la nuestra.