Contaminados por la incesante mutación de estrategias en el mundo del arte, muchos arquitectos en este comienzo de siglo tienen como objetivo la identificación de su trabajo por medio de la radical diferenciación. Frente a esta actitud, en algunos casos infantil y patológica, existen otros cuyo trabajo supone un equilibrio entre continuidad y transformación, en el que convive una vocación por redescubrir nuevos caminos con la firme voluntad de hacerlo a partir de las convenciones de la disciplina.
El trabajo de Francisco Mangado se encuadra en esta segunda forma de entender la arquitectura. Alejado de las exageraciones y las banalizaciones de las víctimas de la moda, Mangado desarrolla su trabajo con el optimismo idealista que busca encontrar un modo de hacer capaz de ser aplicado con rigor sobre la naturaleza, el paisaje y la ciudad como una unidad homogénea global, y con el pragmatismo del que conoce el carácter contingente, y paradójicamente necesario, de las diferencias locales. Cauto y ajustado en sus propuestas urbanísticas, no renuncia a una experimentación formal, aplicada con mesura y sentido común, en la que se enfrenta a problemas diferentes, sin renunciar a la eficacia de sus propias herramientas. Conservador en la elección de los materiales, pero innovador y refinado en sus detalles, Mangado evita la recurrente condición efímera, apostando por una vocación de permanencia que acepta la huella del tiempo como algo que dignifica y da valor añadido a la construcción.
En la monografía, publicada en italiano por Electa, se recoge la práctica totalidad de la obra de un arquitecto caracterizado, en la introducción de Carlos Jiménez, por «su irremediable optimismo».