La primera noticia de que se iba a derribar el edificio que Miguel Fisac construyó para los laboratorios Jorba en la carretera de Barajas fue que lo estaban tirando ya. La gente, que conocía el edificio y le gustaba, no entendía por qué lo estaban tirando. La inmobiliaria que construirá allí un bloque de oficinas, que ojalá sea sólo banal, no quería tirarlo e intentó al parecer dejarlo en pie si no le contaban los metros cuadrados. Al alcalde Alvarez de Manzano, según dice, le gustaba el edificio, pero como no cumplía la normativa de incendios no pudo hacer nada, lo que le tenía muy apenado. Al gerente de Urbanismo del Ayuntamiento le gustaba el edificio, e incluso convocó una reunión de la Comisión de Patrimonio (a la que desgraciadamente no pudo asistir) para ver si se tiraba, y luego «no tuvo más remedio que firmar la licencia de derribo». A la Comisión de Patrimonio probablemente le gustaba el edificio, pero no pudo hacer nada porque no estaba catalogado.
Javier Carvajal y Julio Cano Lasso lo incluyeron en la lista de edificios modernos a catalogar en el plan general; el propio Carvajal y los hijos de Cano lo recuerdan perfectamente, pero ignoraban que su propuesta no había llegado a buen puerto. Carlos Sambricio, Miguel Ángel Baldellou y Antón Capitel al parecer asesoraron a título personal al Ayuntamiento en una cura de adelgazamiento de la propuesta de Carvajal y Cano, pero no recuerdan si quitaron los laboratorios de la lista o no, aunque luego, haciendo memoria, Sambricio piensa que confundió su ficha con la de otro edificio que tenía un número parecido, ¡qué mala suerte!, mientras que Capitel sostiene que si lo quitó, bien quitado estaba. Ni que decir tiene que el presidente de la Comunidad Autónoma, Alberto Ruiz Gallardón, y el consejero de Obras Públicas, Luis Eduardo Cortés, se apresuraron a declarar que de haberlo sabido y de haber tenido competencias habrían impedido que se tirara, lo que es de gran mérito habida cuenta que no las tienen.
Así resulta que nadie quería tirarlo, porque a todos les gustaba mucho, pero el destino ha sido inexorable y de manera al parecer perfectamente legal y contra la opinión de unos y con hondo pesar de otros, se ha perdido un edificio que era parte de la imagen de Madrid y que tenía la rara cualidad de ser apreciado a la vez por el público general y por los arquitectos. Por este camino, cualquier día tiran el Museo del Prado (quedaría un solar estupendo) con todas las bendiciones de la ley y sin que nadie sea responsable. Bastaría con quitarlo de una lista.
Queda ahora abierta la discusión de si el edificio de Jorba tenía tanto valor; a eso puede contestarse que a tenor del eco que ha tenido su desaparición, era más importante de lo que muchos, que no lo considerábamos de las mejores obras de Fisac, creíamos; en todo caso, era herencia de una época en la que con muy pocos medios se hizo en Madrid una arquitectura de calidad que va desapareciendo a manos de una piqueta cada vez más sofisticada; sin ir más lejos, en esa misma acera de la avenida de América, a pocos pasos, se derribó no hace mucho la fábrica de Cafés Monky de Casariego, y unos kilómetros más abajo, la editorial Anaya dejó irreconocible el edificio que Vázquez Molezún y Corrales proyectaron para Selecciones del Readers Digest.
La triste realidad es que, en el marco en el que se mueve el mundo inmobiliario, un buen edificio, que pudiera en su momento resultar protegido, supone un peligro para un solar valioso; tanto es así que a uno le da cierto miedo escribir estas cosas: pueden alertar a los inmobiliarios avezados de los riesgos de contratar un buen arquitecto que, pese a los buenos oficios de promotor y constructora, pueda acabar haciendo un edificio notable que desgracie el solar para siempre. Aunque pensándolo bien, no hay mayor problema en decirlo, los inmobiliarios, que son mucho más listos que uno, se dieron cuenta hace años y cuidan escrupulosamente de que el valor de los solares no se vea disminuido por la calidad arquitectónica de la edificación.
Mientras se arreglan las cosas para que tengamos de alcalde en Madrid al que pierda en las municipales de Barcelona (lo que entraría en la tradición de buenos alcaldes de fuera, con el napolitano Carlos III o el corso José Bonaparte), y desde el Ayuntamiento y otras instituciones se difunde un aprecio por la arquitectura que haga innecesarias las medidas de protección, no hay más remedio que conservar lo que hay, y hay que convenir que el sistema establecido no es especialmente eficaz. Al estar basado en la designación de ‘expertos’ y en la creación de comisiones, nombrados por la administración, margina a los que plantean cuestiones conflictivas y acaba dejando las cosas en manos de gente dignísima y por encima de toda sospecha, que entiende que hay que vivir y dejar vivir y sabe tener mala memoria cuando es preciso.
Si de verdad queremos una protección eficaz habrá que acudir a lo que realmente ha provocado el desconsuelo de nuestro regidor y la amnesia de nuestros expertos: la prensa, la radio y la televisión o, en otras palabras, la luz pública. Sería muy sencillo que uno de los trámites previos obligados para tirar un edificio fuera la publicación en la prensa y en las revistas de arquitectura de un anuncio visible, con información suficiente que incluyera un plano de situación. Así, los movimientos a favor de un edificio servirían para salvarlo, y no para lamentar que lo hayan tirado.