La imagen de destrucción es pavorosa: un amasijo de piedras y vigas de madera sepultando a personas que no llegaron a despertar, mientras, en medio de los escombros, un edificio reciente en pie da fe de que la catástrofe no era inevitable.
No podemos prever el momento y el lugar de un terremoto (un tornado es tan destructivo como un terremoto, pero tiene preaviso), lo que explica el elevado coste en vidas humanas. Pero sí somos capaces de evaluar el riesgo sísmico de una zona y construir de manera que los daños sean limitados. Así que lo ocurrido en Italia plantea tres preguntas.
En primer lugar, ¿por qué sigue viviendo gente en una zona en la que se producen terremotos con frecuencia?
Aun en una zona de elevado riesgo sísmico como puedan ser el Lacio, las Marcas o los Abruzos, pueden pasar siglos hasta que una localidad concreta sea afectada, como prueba la existencia de edificios centenarios en Amatrice, y los habitantes han considerado, hasta ahora, que el riesgo era asumible.
La segunda pregunta es: ¿por qué no se adecúan los edificios para resistirlos los sismos? Aquí la respuesta es más compleja. El terremoto se manifiesta mediante movimientos repetidos del suelo cuya aceleración inicial puede ser una fracción de la gravedad tal que produzca una fuerza horizontal que sobrepase la capacidad de la estructura para resistirla. Si los movimientos repetidos coinciden con el período de vibración del edificio, se produce una oscilación de amplitud creciente que puede provocar una pérdida de equilibrio, el choque con edificios colindantes o hacer que se sobrepase la resistencia límite de la estructura (recuerdo, hace años, después de un violento terremoto en Turquía, una chaparra mezquita y su esbelto minarete en pie rodeados de los restos de edificios de varias plantas cuyo período de oscilación había coincidido con el del terremoto).
Si la estructura es dúctil, es decir, si sobrepasado el límite de resistencia se deforma sin romper, el edificio disipa energía y cuenta con una capacidad adicional de resistencia.
Para resistir un terremoto varios factores resultan positivos. En primer lugar, son deseables la menor masa posible, las estructuras muy resistentes y poco rígidas (las dos cualidades no van necesariamente unidas) y con la mayor ductilidad posible, amén de disposiciones constructivas para evitar que la rotura y caída de elementos no estructurales cause daños. También son adecuados los pórticos rígidos de acero, los de hormigón armado si se adoptan precauciones constructivas para aumentar su ductilidad, e incluso los muros de ladrillo o bloque si se incluye en ellos una cuadrícula de zunchos de hormigón aun con escasa armadura, que funcionan bien frente a la acción sísmica. Por su parte, los muros de mampostería —con los que están construidas la mayor parte de las casas tradicionales— son la peor opción posible por su elevada masa y escasa resistencia a los esfuerzos horizontales. Finalmente, las vigas y forjados de madera, aunque poseen escasa masa, colaboran poco con los muros de mampostería, formando un sistema constructivo especialmente vulnerable.
Todo esto vale para edificios nuevos pero, ¿cómo dotar de seguridad a los existentes? No hay nada o casi nada imposible pero, dado el carácter poco intuitivo del comportamiento dinámico de las construcciones y la necesidad de conocer a fondo la realidad del edificio sobre el que se actúa, el suelo sobre el que se asienta y su relación con los colindantes, estamos en uno de esos casos en que no vale la mera aplicación sistemática de recetas y es difícil que se asuma el coste de los estudios precisos para diseñar una solución eficaz en cada caso.
Estos interrogantes plantean, pues, tales dificultades que es probable que desgraciadamente volvamos a ver imágenes de destrucción como las causadas por el terremoto de Amatrice.