La arquitectura presenta un curioso paralelismo con el cine: la realización de una película, como la de un edificio, requiere un importante esfuerzo económico; en ambos interviene mucha gente, alguna con capacidad de decidir (y las más veces, de complicar las cosas); en los dos el éxito depende de un ente indeterminado llamado público, y en todo el proceso hay una figura determinante en la calidad del resultado: el director en el cine, el arquitecto en la arquitectura. Si continuamos con el paralelismo, la novedad y el oficio siguen jugando papeles en esta historia de semejanzas: hay directores ‘de culto’, valorados sólo por los entendidos (para los que, en no pocos casos, el éxito comercial es anatema), hay muchos vulgares, algunos muy pocos genios y, sobre todo en el cine americano de las décadas de 1940 a 1960, unos excelentes directores con mucho oficio que, sin ser genios ni innovadores, produjeron un fantástico ‘cine comercial’ por el que no ha pasado el tiempo. Si Eleuterio Población se hubiera dedicado al cine como director (no le hubiera ido mal tampoco de galán joven e incluso maduro) estaría, sin duda, entre los autores de esas películas que añoramos, que tuvieron éxito en el estreno, ganaron dinero, y que volvemos a ver con agrado cuando las pasan por la televisión...