Opinión 

La marea de papel

Regulación edificatoria y riesgos

Ricardo Aroca 
30/04/2016


A finales de los años sesenta presentamos para su visado un proyecto en el Colegio de Arquitectos de Murcia, donde empezaban a preocuparse por la responsabilidad derivada del eventual incumplimiento de la entonces incipiente normativa, y pedían en la memoria un párrafo del tenor: «el presente proyecto cumple toda la normativa vigente». Acepté la sugerencia y ya puestos añadí: «y la que en el futuro pudiera ser de aplicación».

Hoy día no estamos tan lejos de esto cuando, en un acto de fe, incluimos en las memorias varias páginas enumerando las disposiciones obligatorias, cuya mera lectura (no digamos comprensión) puede llevar varios meses.

Afortunadamente, no todas las disposiciones conllevan trámites de comprobación administrativa previa; las que lo tienen obligan a meses de discusiones y rectificaciones que en general tienen más que ver con la pésima redacción y la malévola interpretación del funcionario de turno que con el buen fin de la obra.

Luego hay otro interminable turno sobre las normativas que afectan a las instalaciones, en el que lo que vuelve a importar no es cómo tienen que ser las cosas para que funcionen, sino lo que está escrito, a veces desde hace años, y que nadie se ha molestado en cambiar.

Un fenómeno tan universal como la proliferación normativa tiene obviamente una base lógica que no es otra que la aversión al riesgo.

En otro tiempo, un ciudadano era capaz de tomar sus propias decisiones evaluando consciente o inconscientemente los riesgos que asumiría, y en aquellos temas fuera de su alcance, como la salud, confiaba en un profesional que a su vez asumía el riesgo de equivocarse, inherente a su oficio.

Actualmente, el ciudadano responsable ha dejado paso al ‘consumidor’ que carece de responsabilidad, y las administraciones velan por su bienestar y seguridad dictando disposiciones cuyas consecuencias en coste de tiempo y dinero no asumen.

Por otra parte, aquellos con responsabilidad recurren a las compañías de seguros, que a su vez necesitan criterios objetivos para delimitarlas.

Por último, alguien tiene que elaborar las normativas, y para eso están los ‘expertos’.

No sé cómo funcionan las cosas en otros campos (en la medicina la cosa ha derivado en la sustitución del ‘ojo clínico’ por unos ‘protocolos’ que incluyen interminables baterías de análisis), pero he asistido en primera fila al proceso de elaboración del Código Técnico de la Edificación.

Mi tímida sugerencia de que se hiciera un análisis objetivo de los problemas reales (bastante tiene uno con evitar los que de verdad suceden, como para complicarse la vida con los que alguien piensa que podrían suceder) cayó en saco roto.

Se troceó el proceso de edificación, encargando cada ponencia a un ‘experto’. Casi ninguno de ellos había construido nunca (no hubieran tenido tiempo para hacerse expertos), y a todos les unía el no tener una idea de conjunto, no saber redactar y aborrecer lo sencillo.

El resultado ha cumplido, al menos, la finalidad real: frenar —o limitar— la voracidad normativa de gobiernos autonómicos y ayuntamientos que empezaban a proteger a sus ‘consumidores’ con disposiciones sutilmente distintas; la marea de papel inútil que nos ahoga es por lo menos más uniforme en todo el país.

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