Este año, que ha sido el del centenario de la I Guerra Mundial, termina con la inauguración de dos monumentos conmemorativos de aquella tragedia. El primero, del artista Paul Cummings, es una instalación que desborda, rodeándola, la barbacana de la Torre de Londres, y está formado por algo más de 800.000 amapolas de cerámica que evocan, con sutileza estética, los muertos del Imperio Británico en la llamada ‘Gran Guerra’. Inspirado en un poema de la época en el que se asocia el rojo de la flor silvestre con la sangre de los caídos, el monumento tiene un carácter efímero y desaparecerá cuando las amapolas, vendidas a 25 libras la unidad, pasen a sus nuevos propietarios. Igualmente sutil es el monumento concebido por el arquitecto Philippe Prost: una elipse en Notre Dame de Lorette —el cementerio militar más grande de Francia—, cerca de los escenarios más sangrientos de la guerra, y posada sobre la que, no en vano, se denomina colline sanglante. En la superficie de hormigón oscuro de este ‘Anillo de la memoria’ se han grabado, en orden alfabético y sin referencia a su rango o nacionalidad, los nombres de 579.606 combatientes fallecidos.