Con sus cuatro millones y medio de habitantes y su posición estratégica a caballo entre Europa y Asia, Georgia es el verso libre del Cáucaso. Lo es, al menos, para Rusia, que ve con malos ojos la vocación georgiana de integrarse en la OTAN y la UE, desmarcándose de lo que antaño fue el ámbito de influencia soviético. El abandono del redil ruso en 1991 fue el origen de una carrera creciente de tensiones que en 2008 desembocó en una corta guerra que desgajó de Georgia los territorios de Abjasia y Osetia del Sur, y supuso el comienzo de una crisis de identidad en el país.
Fue justo después de la guerra, en 2010, cuando el enérgico presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili se percató de que la ‘guerra’ con Rusia podía continuarse por otros medios: los de la batalla ideológica. Fascinado por las formas fácilmente empáticas del Metropol Parasol —que por entonces acababa de terminarse en Sevilla tras no pocas polémicas—, Saakashvili invitó al autor de las ‘setas’ hispalenses, Jürgen Mayer (Sttutgart, 1965), a contribuir a la modernización de su país con once edificios de carácter público y comercial, distribuidos a lo largo y ancho de Georgia. Fue un paso más en una lucha simbólica por la cual la arquitectura hedonista de Occidente parece abrirse paso entre las ruinas del periclitado rigor soviético, al tiempo que las estatuas del georgiano más famoso, Josif Stalin, son derribadas para ceder su puesto a las consagradas a Ronald Reagan.
De las once obras de Mayer en Georgia ya se han construido ocho. Son edificios con programas diversos, desde una comisaría hasta un juzgado, entre las que destacan el paso fronterizo de Sarpi —un daliniano soufflé cuya forma dice responder al «análisis del programa y el emplazamiento»—, la brutalista estación de servicio de Gori y, sobre todo, la Pier Sculpture de Lazika —la ciudad occidentalizante que ha promovido Saakashvili—, concebida como una ‘señal de humo’, aunque los locales prefieran definirla —así lo reconoce su autor en la revista Architect— como «Mickey Mouse con una erección». Es una disparidad perceptiva que no preocupa a Mayer, a quien le interesan menos las formas en sí mismas que lo que el espectador crea «ver en ellas». Consideradas como improbables tests de Rorschach, las obras georgianas de Mayer dan cuenta así de una modernidad tan distorsionada como paródica.