
Probablemente Henning Larsen no hubiera querido ser recordado por la que es su obra más conocida: la Ópera de Copenhague, objeto de una sonada disputa con su cliente, el magnate Mærsk Mc-Kinney Møller, quien quería tener la última palabra sobre cada detalle y acabó imponiendo su visión. Larsen renegaría del diseño e incluso escribiría un libro como lamento, aunque la crítica supo apreciar su control de la escala y el encaje en el eje histórico de la ciudad. Al fin y al cabo, por entonces era ya uno de los arquitectos daneses más respetados: discípulo de Utzon, director de una exitosa estructura empresarial y autor prolífico con un lenguaje versátil que llegó a sitios tan dispares como Riad, donde su Ministerio de Exteriores le valió el Premio Aga Khan en 1989, o Reikiavik, cuyo auditorio Harpa recibió el Mies pocas semanas antes de su muerte, haciéndole olvidar los sinsabores de su otro gran encargo musical.