A sus 85 años de edad, Frank Gehry se ha hecho con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Con ello, el jurado presidido por José Lladó —y del que formaron parte personajes relacionados con la arquitectura como Benedetta Tagliabue, Patricia Urquiola o Elena Ochoa Foster— distingue el trabajo de este artífice de lo azaroso y orgánico, aunque resulte inevitable pensar que lo que se premia es, en realidad, una de sus obras, el Museo Guggenheim o, con mayor exactitud, las consecuencias económicas y sociales que este edificio ha tenido para Bilbao y que se ha pretendido extrapolar, casi siempre sin éxito, a otros lugares. Tal es la impresión que produce el fallo del premio, en el que, muy previsiblemente, se elogia el «juego virtuoso con formas complejas» y «el uso de materiales poco comunes como el titanio» característicos de la obra de Gehry, para terminar destacando la importancia del edificio de Bilbao «por su inmensa repercursión económica, social y urbanística en todo su entorno».
Algunas reacciones no menos previsibles han dudado de la pertinencia de este premio, considerando el descrédito actual de esa arquitectura icónica que el Guggenheim sin duda ejemplifica. Con todo, como el descrédito hoy tiende a extenderse también a la arquitectura en su conjunto, el hecho de que —tras reconocer a Norman Foster en 2009 y a Rafael Moneo en 2012—un premio tan prestigioso se conceda de nuevo a un arquitecto no deja de ser una buena noticia para la profesión.