© Agostiño Iglesias

Desde que Friedrich Engels denunciara, en un célebre ensayo, las condiciones de vida de los obreros en la Inglaterra victoriana, la construcción de viviendas se convirtió en uno de los grandes temas del socialismo, y con el tiempo pasó a formar parte de los derechos fundamentales de cualquier democracia que merezca tal nombre, como prueba, sin ir más lejos, el hecho de que el acceso a la vivienda esté recogido en nuestra Constitución. Mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadoras constituyó uno de los objetivos de la primera modernidad arquitectónica, pero fueron los arquitectos de las décadas de los cincuenta y los sesenta los que tuvieron que hacer frente con ingenio y recursos escasos al ya entonces llamado ‘problema de la vivienda’. En España, la construcción de viviendas, tan necesaria, adquirió desde el principio los sesgos negativos que asociamos con la palabra ‘desarrollismo’, caldo de cultivo de las tramas de corrupción que en las décadas de los noventa y los primeros dosmil fueron hinchando la burbuja del ladrillo hasta que esta no pudo menos que estallar. En teoría pasadas hoy las crisis, la vivienda no ha dejado de ser un ‘problema’, y la gentrificación creciente y la no menos creciente precariedad económica de los jóvenes influyen en la agenda política, aunque esta no suela ir más allá de las promesas populistas. Urge así un debate real sobre la vivienda: ese espacio básico y ordinario que, por desgracia, se ha convertido para muchos en una utopía.