Opinión 

Alborada roja en Brasilia

Monumentos modernos para una fiesta democrática

Roberto Segre 
31/12/2002


Casi quinientos años separan el Project on the City 2 de Koolhaas, dedicado al elogio del shopping center, del Elogio de la locura de otro prestigioso holandés, Erasmo de Rotterdam, escrito en 1508 para denunciar las falsedades de la ciencia escolástica medieval. Pero así como Erasmo estaba acertado en sus afirmaciones, hoy dudamos del fin de la ciudad tradicional y sus iconos arquitectónicos, sustituidos por la cambiante obsolescencia de las dinámicas estructuras comerciales admiradas por Koolhaas. Afortunadamente, lo perenne de los símbolos no ha sido todavía reemplazado por la futilidad del cartón-yeso.

Una vez más, la identificación social con los monumentos —nuevos o viejos— y los espacios históricos quedó demostrada durante la toma de posesión del nuevo presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, líder y fundador del Partido de los Trabajadores. Votado por 52 millones de habitantes —de un total de 170—, constituyó la participación electoral más numerosa en la historia del país, y quizás una de las mayores del mundo. Y este apoyo masivo de la población tuvo su reflejo en Brasilia. Fundada en 1960, nunca antes la capital había albergado doscientas mil personas provenientes de las regiones más distantes del país —en particular del Noreste, de donde es originario Lula—, que con banderas y estandartes tiñeron de rojo el césped y las aguas del Eje Monumental y la Plaza de los Tres Poderes, frente al palacio del Planalto, punto focal de la ceremonia de entrega de la banda presidencial. Con anterioridad, sólo una vez, en 1962, había tenido lugar el traspaso democrático de un presidente elegido popularmente a otro —de Juscelino Kubitschek a Jânio Quadros—, aunque no se recuerda una asistencia significativa de público. Por el contrario, fue multitudinario el desfile en el Eje Monumental cuando millares de personas desplegaron una gigantesca bandera brasileña para exigir el procesamiento de Fernando Collor. Profundo contraste ahora, con la ondulante tela roja del PT desplegada en el pavimento de la Plaza de los Tres Poderes, sobre la que retozaba alegremente un ruidoso enjambre de niños.

Cabe imaginar la emoción de Óscar Niemeyer al presenciar este acto. A finales de los años sesenta, en la época de la dictadura militar y cuando no se le permitía actuar en la capital, realizó un dibujo con una Plaza de los Tres Poderes colmada de gente y una nota al pie que decía: «Un día el pueblo estará presente en esta plaza». Finalmente, se cumplió su vaticinio. Y también debió vibrar el venerable arquitecto al escuchar el discurso del presidente del Senado, Ramez Tebet, quien se acordó de él cuando ratificó su compromiso de supeditar la arquitectura, «hecha con coraje e idealismo», a los contenidos sociales.

Existe una total identidad entre el pensamiento de Niemeyer y la propuesta de Lula. En un interrogatorio policial durante la dictadura militar, le preguntaron al arquitecto: «Pero ustedes, ¿qué pretenden?» «¿Qué pretendemos?», respondió, «cambiar la sociedad». Y la primera frase del discurso de Lula fue: «El gran deseo del Brasil es el cambio».

Reiteradamente se han cuestionado los grandes vacíos de Brasilia, la excesiva monumentalidad del Eje y la Plaza y el prolongado silencio del pueblo en los espacios ceremoniales. Sin embargo, al presenciar el desarrollo de este acto percibimos el antagonismo existente entre la monumentalidad académica y aquella que desde los años cuarenta defendían Giedion, Sert y Léger, y que luego materializó Le Corbusier en Chandigarh, aunque sin lograr que el pueblo hindú colmara el centro cívico. Tanto Costa como Niemeyer concibieron el núcleo esencial de Brasilia como símbolo del encuentro entre sociedad, democracia y modernidad.Y esta identificación se produjo en la alocución de Lula al pueblo. En primer lugar, sólo es preciso recordar las ceremonias tradicionales frente a los académicos edificios públicos decimonónicos, con las axialidades y simetrías reforzadas por las formaciones militares; aquí, en cambio, la transparencia de las fachadas de vidrio y la ligereza de las rampas de finas losas de hormigón y mármol de los palacios gubernamentales hacía que el despliegue de los Dragones Imperiales —la guardia que acompañó al Presidente— pareciese un ballet bauhausiano de diminutas figuras suspendidas en el aire. También el podio (parlatorio o arengarium) colocado frente al Planalto, desde donde Lula se dirigió a la gente, resulta otra expresión de modernidad democrática: el pequeño volumen elíptico revestido de mármol blanco sólo diferenciaba en su altura al orador del espacio abierto que enmarcaba a los asistentes. En el podio se situaron el Presidente y el Vicepresidente con sus esposas, lo que restó a esta presencia todo rasgo individualista y autoritario. Diferencia notable con el recuerdo de los grandes líderes modernos, tanto del capitalismo como del socialismo, dirigiéndose solitarios y distantes a la multitud, o rodeados de ancianos miembros de politburós nacionales. Aunque en alguna ocasión afirmamos que Brasilia había constituido un ámbito ideal para la dictadura militar, por los grandes vacíos favorables a la represión policial, en este acto con el pueblo congregado en democracia frente a los níveos y etéreos edificios mostró su validez la ‘nueva monumentalidad’ imaginada por Lucio Costa en el plan director de la ciudad.

Para quienes nos identificamos con los enunciados éticos y estéticos del Movimiento Moderno, el discurso de Lula en Brasilia culminó un proceso nacional iniciado con Getúlio Vargas—recordado por su apoyo a la renovación arquitectónica simbolizada por el Ministerio de Educación y Salud en Río, de Costa, Niemeyer y otros, asistidos por Le Corbusier—, continuado por Juscelino Kubitschek, que fundó la nueva capital, e interrumpido por los gobiernos militares a partir de 1964. Sin lugar a dudas, el gobierno de Fernando Henrique Cardoso constituyó un avance en la estabilidad democrática y económica del país, pero representó mejor los intereses de las élites que las esperanzas de la mayoría de la población. Y el Estado se desentendió de la arquitectura durante una década.

Al escuchar las asociaciones arquitectónicas de Lula —que habló de empreitada histórica y de mutirão cívico nacional (palabras utilizadas en la construcción de viviendas populares)— se siente que las formas y espacios de Brasilia han reencontrado su contenido originario. En esta nueva empresa que convoca al pueblo en su conjunto, los arquitectos y urbanistas tienen un papel fundamental. No es casual que una de las primeras medidas de Lula en el palacio del Planalto haya sido crear el Ministerio de las Ciudades, para ir abordando, sobre la base de cambios sociales y económicos, las urgentes mejoras del entorno físico y urbano que necesita el país. Es la ilusión del regreso a la cultura de los espacios públicos frente a la creciente segregación y al frenesí consumista, individualista y fugaz de los shopping centers que nos ha impuesto la globalización neoliberal.


Etiquetas incluidas: