Esa burla entrañable con la que se retrataba en Mary Poppins a las sufragistas británicas no deja de ser eso, una burla, pero tiene la virtud de recordarnos que la genealogía de la emancipación femenina fue un afán anglosajón que hunde sus raíces en el siglo XIX. Escribir de feminismo evocando el ‘supercalifragilisticoespialidoso’ de la película de Julie Andrews no deja de ser una boutade, pero esto no quita para que el retrato de aquella madre de familia victoriana que se enfrascaba en la reivindicación callejera al grito de «Todas a la lucha» nos recuerde lo que, en verdad, se dirimía en aquellas lides: la ruptura del sometimiento patriarcal por parte de unas mujeres que no solo pedían el voto, sino que traspasaban el umbral doméstico para renegar de su condición de ‘ángeles del hogar’, por emplear el término que más tarde acuñara Virginia Woolf.
Es este tipo de mujeres y este tipo de lucha feminista el que contribuyó a consagrar la profesora Dolores Hayden en The Grand Domestic Revolution: A History of Feminist Designs for American Homes, Neighborhoods, and Cities, un denso y documentado libro publicado por la MIT en 1981 y que, recién aparecido, era ya un clásico del feminismo.
Clásico porque, al calor de los notables trabajos previos de la autora sobre las utopías, y muy en la línea del giro espacial impuesto a las ciencias sociales por un Foucault o un Lefebvre, no analizaba el feminismo desde los entramados políticos, sino desde las utopías domésticas y urbanas que concibieron en el siglo XIX un grupo de estadounidenses refinadas y aguerridas, desde la Catherine Beecher convencida de la superioridad moral de la mujer y madre de la economía doméstica hasta la Charlotte Perkins Gilman precursora de la ciencia ficción feminista, pasando por la Melusina Fay Peirce y la Mary Livermore inspiradoras del cooperative housekeeping movement, tan influyente por entonces.
La carrera de estas heroínas, que Hayden describe con morosidad conjugando con maestría la historia biográfica y la historia cultural, pone de manifiesto varios hechos que pueden ser de interés hoy, cuando de nuevo se tiende a repensar el espacio doméstico desde el feminismo.
El primero es que el campo de batalla de la lucha por la emancipación fue la cocina, escenario a la vez que símbolo del encarcelamiento doméstico, y que si primero fue revisado por Beecher en pos del otium femenino, pronto Peirce y Livermore convirtieron en una suerte de bestia negra del proyecto de reforma de la casa. El segundo es que, en la medida en que la cocina se sacaba fuera de la célula familiar para tomar la forma de una dotación cooperativa, la liberación espacial feminista se hizo comunitaria: el reformismo dejó de centrarse en un espacio en concreto para extenderse al completo entramado espacial, en la voluntad de responder a la pregunta ‘¿Cómo vivir juntos?’. El tercero es que desde el ideal del bloque con cocinas compartidas se acabó pasando a la utopía de los rascacielos, barrios y ciudades concebidos con los principios del comunitarismo feminista en un proyecto que, con toda razón, Hayden asocia a los de Fourier y Owen.
De manera que, repensando la cocina, las feministas acabaron repensando la ciudad. De hecho, lo repensaron todo: las relaciones familiares, la moral sexual, el modelo productivo, los tipos edificatorios. Casi nada se quedó al margen de su ambición, convencidas como estaban —el determinismo materialista tiene una larga tradición— de que cambiar la forma de la casa y la ciudad habría de cambiar por fuerza las idiosincrasias y costumbres.
Hoy, pasados casi doscientos años de la emergencia del proyecto feminista moderno, los ideales y luchas de las heroínas que tan bien retrata Hayden llegarán mejor al público hispanohablante gracias a la cuidadosa edición de Moisés Puente. Lo dicho: un verdadero clásico.