«En París todo el mundo quiere ser actor; nadie se contenta con ser espectador». Es posible que lo que escribió un joven Cocteau en relación a Les Six sea también aplicable a Norman Foster: tras seis décadas en las que ha construido edificios por todo el mundo, entre ellos numerosas obras maestras, la estrella de la arquitectura no ha dejado impronta reseñable en la capital gala —apenas la rutinaria tienda Apple de los Campos Elíseos—, y ha propuesto suplir esa carencia de ‘fosteritos’ con una gran retrospectiva en el Centro Pompidou. Querer comisariar una exposición autobiográfica en el buque insignia de la cultura francesa moderna podría denotar cierta jactancia; pero en la ciudad no hay edificio mejor para reunir la obra completa del arquitecto de Mánchester que este mecano high-tech donde la infraestructura se torna arte, y uno de cuyos autores había sido, además de gran amigo, su primer socio.
Casi medio siglo después de su inauguración y a solo un año de la extensa rehabilitación que lo dejará cerrado hasta 2030, el edificio de Rogers y Piano alberga un profuso montaje de maquetas, planos y croquis que evidencian la soltura de Foster para enfrentarse a cualquier escala y anticiparse a los problemas de la disciplina con la fe en el progreso tecnológico propia de su generación. Quizá la muestra acuse un tinte demiúrgico y esquive las cuestiones más espinosas que suscita la arquitectura icónica, pero nadie negará que se trata del grand pas d’action de un maestro que sigue ofreciendo su mejor actuación bajo los focos.