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Sostiene Ramírez o la abeja catenaria

Luis Fernández-Galiano 
20/11/1998


Sostiene Ramírez que la arquitectura está en deuda con la apicultura. Y no habrá lector de su fascinante libro sobre «la metáfora de la colmena» que no acabe atrapado en el laberinto de su pesquisa. De Gaudí a Le Corbusier, el historiador del arte Juan Antonio Ramírez explora la influencia de las colmenas tradicionales y de la apicultura racional en la arquitectura del siglo XX, un tema que, desde luego, es tan extravagante como a primera vista parece. Sin embargo, Ramírez secuestra al escéptico con su prosa elegante y su ingenio asociativo, arrastrándole a una investigación detectivesca en la que el historiador se guía por las pistas borrosas dejadas por el curso de los hechos, hasta que una intuición deslumbrante ilumina la lógica de los acontecimientos.

Como Carlo Ginzburg en su exploración del enigma de Piero, el profesor se hace sabueso para perseguir la verdad, y bajo el signo del paradigma indiciario de Morelli se aplica al rastreo de aquellos tenues indicios inadvertidos que permiten reconstruir la historia no contada. En el caso de Ramírez, esta historia tiene perfiles autobiográficos, ya que el libro se sitúa a la sombra de la memoria de su padre, esforzado introductor de la apicultura moderna en España, lo que hizo transcurrir la infancia del autor entre colmenas. Esta circunstancia dota de una dimensión inesperada a esta búsqueda que enreda la erudición con la introspección, y que en ocasiones late con la violencia veraz del autoexamen analítico.

Fiel a su estilo desinhibido, y a la libertad intelectual que le lleva a abordar cualquier asunto con una frescura infrecuente en su profesión, Ramírez nos desconcierta a cada paso. Otro historiador habría usado el hexágono como referencia geométrica del mundo de la abeja, y habría trazado su traslación a las arquitecturas de vocación orgánica; pero Ramírez nos sorprende con su elección de la curva catenaria formada por las abejas en la construcción del panal como el elemento formal más característico de la apicultura, e inmediatamente lo encuentra en los arcos y bóvedas de Gaudí, convincentemente retratado como un constructor de colmenas místicas. Otro quizá habría preferido documentar la influencia de las analogías biológicas, que llegan a los maestros de este siglo a través de científicos como D’Arcy Thompson; pero Ramírez elige cartografiar los lazos que unen la apicultura racional con los inmuebles colectivos de Le Corbusier, y el arquitecto de La Chaux-de-Fonds inevitablemente adquiere un perfil verosímil de constructor de colmenas mecánicas.

Encerrado en su epistemología indiciaria, que atribuye importancia decisiva a mínimas coincidencias, hay momentos en que el lector desea recordar a Ramírez la anécdota de Freud («algunas veces un puro es sólo un puro»). Pero la cautela precautoria se funde al calor de la imaginación, el talento y la pericia narrativa de un historiador que es un lujo inquisitivo y un permanente desafío intelectual. En ésta su excursión por los dominios de Maeterlinck, Ramírez ha tenido además el privilegio de un compañero de viaje como Siruela, un editor que garantiza, sobre el rigor académico, el placer táctil y visual (y con el que ya tuvo ocasión de publicar su monumental obra sobre el Templo de Salomón y su exquisito libro sobre Duchamp). Así las cosas, sólo cabe la rendición sin condiciones. Sostenga lo que sostenga, Ramírez nos encontrará entregados de antemano a su perspicacia y a su obstinación. 


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