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La genealogía francesa de un material universal

Justo Isasi 
30/04/2005


El hormigón es, para cualquier profesional de hoy, un viejo conocido. Algo que ya estaba ahí cuando empezamos el oficio de constructores, un producto que la industria nos suministra con las características que pidamos. Como sucede con el acero o el vidrio, sólo nos interesa de él su coste de puesta en obra o bien la última novedad técnica, como el hormigón de alta resistencia. Sin embargo, y debemos ser concientes de ello, estamos utilizando un material que ha configurado nuestra ciudad, nuestro bienestar y nuestra manera moderna de pensar la arquitectura desde hace más de cien años.

El libro de Simonet se complace en presentarnos cómo el cemento armado, uno de los experimentos del siglo de los milagros técnicos, se convirtió en un elemento básico del progreso, de la construcción de la ciudad y del proyecto moderno. En este libro fascinante, el autor rastrea el largo recorrido de los constructores en pos de una piedra artificial, que se descubre más prometedora a medida que se experimenta con sus propiedades. Nos sorprende cuando nos hace ver que para pensar el hormigón moderno hubo que superar los métodos empíricos que los fabricantes de cal heredaron de los romanos y esperar a que Antoine Lavoisier o Joseph Priestley descubrieran los principios de las mezclas químicas; a partir de entonces los morteros dejaron de pensarse desde la teoría misteriosa del flogisto —un principio imaginado por Stahl en el siglo XVIII, que formaba parte de todos los cuerpos y era causa supuesta de su combustión—, para comenzar a entenderse como cristalizaciones de sales minerales.

Describe cómo los constructores de obra civil del XIX persiguieron la piedra artificial, monolítica e impermeable, como un elemento maravilloso, y la esperanza depositada en un nuevo material por los ingenieros del Génie Civil, es decir, de Caminos. Documenta las sucesivas patentes con que cada constructor quiso monopolizar el nuevo modo de construir, y cómo los grabados de detalles de armaduras y de patentes fueron construyendo una ciencia del cálculo y una imagen científica del hormigón. El héroe de la época primera, la infancia del hormigón es, sin duda, François Hennebique y su empresa Bétons armés Hennebique.

Con la aparición de una modernidad atenta a la forma industrial como metáfora de los nuevos tiempos, nos presenta la búsqueda de la capacidad del hormigón de dar nueva forma a nuevos programas, y estructuras capaces de organizar la arquitectura con su propia lógica. Ahí el autor se entretiene entre Auguste Perret y Le Corbusier y sus estructuras respectivas, una que termina un siglo de racionalidad y otra que abre un siglo de proposiciones estructurales. Termina el libro con las proezas de la ingeniería del suizo Robert Maillart, sus experimentos de cálculo, puesta en obra y forma en el paisaje, y con la madurez del hormigón como forma abstracta y geométrica en los edificios del período de entreguerras. Pero el meollo de esta historia admirable está en los eventos anteriores y posteriores a 1900, que hicieron del hormigón el material que hoy conocemos. Quizá por eso reproduce en portada la gran Sala del Centenario, levantada por Max Berg en Breslau entre 1911 y 1913.


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