La compleja situación espacial y topográfica en la que se encuentra el museo diocesano de Hanover ha propiciado el desarrollo de una ampliación sencilla, reducida a un volumen ortogonal que asoma, como si flotase, de entre los árboles, y establece así una particular relación con el lago y con el paseo adyacentes. De este modo, el paralelepípedo resultante es capaz de rematar y enmarcar el viejo edificio a través de una única planta de exhibición que se estratifica de manera diagonal. La exposición se organiza formando una clásica hilera en la que los espacios concatenados de las diferentes salas, para romper la monotonía y dotar de ritmo a la composición, se sitúan levemente girados con respecto al eje longitudinal que los cose a todos, en una suerte de danza congelada. Este hecho, ligado a la variación en la altura libre de los diferentes espacios, confiere cierta independencia a cada una de las salas. En los puntos de encuentro entre el exterior y el interior se emplazan una serie de pequeñas galerías vítreas, que pueden ser utilizadas como vestíbulos y que permiten las vistas de los alrededores. La configuración interior se ve parcialmente reflejada en la estática y pesada fachada de hormigón, cuyas bandas en relieve ponen de manifiesto y estabilizan, de cara al exterior, el vaivén rítmico con que se desarrolla la exposición.