El filósofo Byung-Chul Han sintió la aguda necesidad de estar cerca de la tierra, y durante tres años trabajó en un jardín al que dio el nombre de Bi-Won, que en coreano significa ‘jardín secreto’. La arquitecta Teresa Clara Martínez, tras explorar durante un año los jardines zen de Kioto, pasó una primavera alojada en el barrio londinense de Camden Town, y usó el jardín trasero de la casa como estímulo para reflexiones y dibujos. Esos dos jardines íntimos son instrumentos de curación e introspección, pero su aproximación a la naturaleza es casi antitética: el filósofo se hace jardinero, cava hondo con la pala en la tierra de su casa berlinesa, y encuentra que la fatiga corporal es una fuente de dicha; la arquitecta se enfrenta a las plantas en modo contemplativo, las dibuja con tintas azules y comenta su experiencia con breves textos líricos que su casero, el también arquitecto Anthony Richardson, juzga cercanos a haikus. Pero en ambos casos el jardín es una fuente de meditación.
Loa a la tierra es un libro extraordinario, un cántico de alabanza que nos mueve a «tratar cuidadosamente lo bello» y una denuncia de la explotación brutal de la tierra, de la falta de escrúpulos y de la violencia humanas. Y Byung-Chul Han lo hace a través de la descripción minuciosa de las plantas y flores durante todas las estaciones, y a través de un viaje intelectual que le lleva de Hölderlin a Heidegger, de Goethe a Novalis, y del Schubert explicado por Adorno a las Variaciones Goldberg de Bach que toca todos los días durante su verano mediterráneo, una etapa mágica que le lleva a Georges Moustaki y Gabriele D’Annunzio, aunque Rilke y Bashō siguen pespunteando el texto con fogonazos líricos. Entre anémonas, camelias y azafranes, el filósofo describe la romantización del mundo, que singularmente asocia al color azul en su ‘pureza suprema’, se esfuerza en hacer que el jardín florezca en invierno, y concluye que cada día que pasa en él es un día de felicidad, uniendo el culto, el cultivo y la cultura. Esta pequeña gran obra —escueta como todos los textos del pensador germano-coreano, que, por cierto, ha recibido el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025, atendiendo a «su brillantez para interpretar los retos de la sociedad tecnológica» y sus fértiles explicaciones sobre «la deshumanización, la digitalización y el aislamiento de las personas»— se beneficia también de las elegantes ilustraciones de Isabella Gresser, en la estupenda tradición de la representación botánica, que florecen en blanco y negro pautando la narración con su perfume oscuro.
Londres primavera es una obra leve y casi inasible, con los delicados dibujos y las anotaciones mínimas, producidos unos y otras como un diario en susurros durante unas prácticas profesionales en el estudio londinense de Foster+Partners. La autora añade una introducción de Alberto Sanz sobre el jardín urbano inglés, su propia historia urbanística de Camden Town desde 1795, y una breve memoria de la realización del jardín trasero, a cargo de los dueños de la casa adosada construida en 1842 que protagoniza el relato, pero ninguno de estos textos es imprescindible, ya que los dibujos y las reflexiones enfrentadas dialogan en silencio sin andamiajes añadidos. En ese esfuerzo de despojamiento, la arquitecta anota: «¡Qué tontería fue pretender ver veinte jardines zen en Kioto! Debería haber visto solo uno, y haber vuelto a ese mismo, una y otra vez todos los días». Es su primera frase, pero podría haber sido la última.