Solemos mirar los juguetes con nostalgia, porque los consideramos sólo huellas de nuestro pasado más nimio o simples vestigios de una infancia que ya no podremos recuperar. Hacemos mal, porque los juguetes están cargados de futuro, y su vida, contra lo que pueda pensarse, no acaba cuando los abandonamos al llegar la adolescencia. Esta es la hipótesis íntima de la que parte el artista y académico Juan Bordes en dos libros tan singulares en su enfoque como admirables en su claridad pedagógica y en su cuidada diagramación. La infancia de las vanguardias y la Historia de los juguetes de construcción pertenecen, de hecho, a esa categoría de textos que, animados por el gusto personal de su autor —en este caso, la pasión de Bordes por el coleccionismo—, iluminan una parte oculta de la historia, y nos hacen repensarla.
Últimamente hemos aprendido a considerar la modernidad no sólo como una narración heroica y necesaria escrita a partes iguales por la genialidad creativa y la objetividad técnica, sino como un producto azaroso cuyo éxito dependió en buena parte de la capacidad de las vanguardias para publicitarse y llegar al gran público. En realidad, hemos descubierto que el triunfo del Movimiento Moderno debe explicarse también mediante su intrahistoria. Bordes comparte este supuesto en su manera singular de acercarse al relato interno de la modernidad a través de los juguetes y de los libros de texto infantiles.
No es casualidad así que, para explicar su método, el autor comience con una cita de Maria Montessori: «El niño es el padre del hombre.» Porque, en efecto, en el niño que remeda los comportamientos de sus padres está también el adulto que se comporta según los valores aprendidos de niño. Algo semejante ocurre con la arquitectura —que en cierto modo expresa la educación de sus artífices—, y con los juguetes —que reproducen la historia de la arquitectura—, en un camino de ida y vuelta entre la disciplina y la sociedad cuyas dos etapas corresponden a cada uno de los dos libros aquí reseñados, confirmando al cabo la unidad orgánica entre ambos.
El primero de ellos, La infancia de las vanguardias, da cuenta de la pedagogía con la que fue educada la generación moderna, aquella cuyos miembros crecieron en el tránsito al siglo XX y que, por tanto, estuvieron marcados por las ideas de los grandes educadores del siglo XIX. Pestalozzi, Montessori, Richter, Ruskin o Viollet-Le-Duc, precedidos por los inevitables Rousseau y Schiller y seguidos de un sinfín de autores menores, son así los protagonistas del libro, tanto al menos como las imágenes de los tratados de dibujo o los juegos educativos inspirados por sus ideas.
Todos estos pedagogos palidecen, sin embargo, ante la talla de Friedrich Fröbel (1782-1852), el educador alemán que ideó aquellos kindergarten abiertos a la luz y a la naturaleza en los que la enseñanza de los tradicionales saberes filológicos dejó paso a una pedagogía basada en la mano tanto como en el ojo, y orientada al desarrollo de las destrezas espaciales. Este enfoque volumétrico y pragmático explica la influencia de Fröbel en muchos arquitectos y artistas, como Wright, formado en la nueva pedagogía, o Taut y Malevich, que llegaron a diseñar ellos mismos juguetes froebelianos. La sorprendente conclusión implícita en el libro es que los hombres de la época de las vanguardias, cualesquiera que fuese después su profesión, se educaron en buena parte como arquitectos.
Abundando en esta idea, el segundo de los libros reseñados recoge la influencia de la arquitectura moderna en la cultura de masas, en este caso, a través del imaginario infantil de los juguetes. Menos relevante que el anterior desde el punto de vista historiográfico, pero igualmente atractivo, la Historia de los juguetes de construcción destaca tanto por su inteligente estructura organizada según el patrón vitruviano de la firmitas, la utilitas y la venustas —haciendo así hincapié en los vínculos de los juguetes con los aspectos constructivos, tipológicos o estéticos de la arquitectura—, como por sus exquisitas imágenes, que resaltan las cualidades cromáticas y táctiles de los objetos representados.
En cierto sentido, la lectura de estos libros confirma la idea, esbozada por Benjamin, de que los juguetes no son objetos neutros, y suscita la constatación paralela de que, en realidad, no pertenecen a los niños, sino a los mayores, que proyectan en ellos sus utopías y sus prejuicios. Desde la perspectiva de Bordes, la arquitectura refleja tal condición y, por lo tanto, debe entenderse menos como el producto de la técnica o el arte que como el resultado de un determinado modo de educar. Por ello, la historia de las vanguardias es, en buena medida, la historia de sus juguetes.