El uso de los algoritmos y el big data, animado por un aumento de las posibilidades de la computación y la hiperconexión de los terminales, se ha extendido con fuerza por las ciencias que tradicionalmente hemos llamado ‘blandas’, entre las que se encuentran las relativas a la ciudad. Por ejemplo, en las infraestructuras de suministro o la movilidad los procedimientos digitales ya son imprescindibles, y gracias a ellos la gestión del transporte de personas y mercancías se ha automatizado e individualizado casi completamente.
Algunos laboratorios urbanos disponen de métodos eficaces para discriminar y parametrizar inmensas cantidades de datos, con los que proponen sistemas analíticos que permiten aproximarse a ciertas realidades urbanas con bastante precisión. En Zaragoza se puso uno en marcha hace casi veinte años: un comité internacional de expertos —entre los que se encontraban William Mitchell, Peter Hall, Saskia Sassen o Pekka Himanen— que se reunió periódicamente del 2003 al 2013 para «inspirar algunos de los proyectos más notables en materia de innovación y cultura digital».
En parte como consecuencia de este trabajo, José Carlos Arnal y Daniel Sarasa han publicado Ciudad abierta, ciudad digital, un libro que recoge aquella experiencia excepcional, ahora matizada con el paso del tiempo, y la describe críticamente, pues las expectativas optimistas que generaron los tiempos de bonanza económica, el liderazgo del alcalde Juan Alberto Belloch y las inversiones ligadas a la Expo 2008 se cumplieron solo parcialmente. Sin detenerse con profundidad en ellos, el texto reconoce algunos ‘excesos’ de aquellos años y la debilidad de los planteamientos urbanos ligados a la inversión inmobiliaria.
Pero el texto no es un mero relato de aquel experimento urbano: es una reflexión ordenada sobre la formidable potencia que ofrece la digitalización vinculada a la ciudad. Agrupados en cuatro secciones, estos temas se desarrollan con claridad, rigor y sofisticación intelectual, y en conjunto aportan una visión panorámica del universo digital. No obstante, a veces se entremezclan sin suficiente distinción asuntos disciplinares de la ciencia urbana: el modo en el que la digitalización puede contribuir a la construcción de espacios urbanos más diversos, seguros y sostenibles; cómo puede facilitar la toma de decisiones o su capacidad de generar riqueza.
Uno experto en el mundo de la comunicación y otro ingeniero de telecomunicaciones, la procedencia de Arnal y Sarasa les da cierta ventaja. Como no han participado directamente en procesos de redacción y gestión de proyectos concretos, mantienen una saludable distancia con ciertas realidades urbanas, quizá esenciales, pero que con frecuencia lastran propuestas más ambiciosas y visionarias, relacionadas en su mayoría con la condición económica del hecho urbano y la importancia del capital y del poder político en la construcción de la ciudad.
Esta distancia de los autores con la práctica profesional les permite ser más optimistas y propositivos, aunque señalan también las zonas oscuras que tienen los sistemas analíticos automatizados y el uso de los datos. Los autores describen estos peligros en el relato de la experiencia orwelliana de Quayside, un frustrado barrio ‘hiperdigital’ promovido en Toronto por Sidewalk Labs —filial inmobiliaria de Alphabet, a su vez propietaria de Google—, que no llegó a ponerse en marcha, entre otras razones, por la desconfianza que suscitó entre los ciudadanos el control de la enorme cantidad de datos que generaría una vida monitorizada.
Pero esta es solo una derrota parcial. El proyecto se hará realidad —quizá de otro modo en otro lugar, quizá ya se esté ocurriendo sin que nos demos cuenta—, porque la ciudad es en gran medida una construcción del capital donde los agentes económicos encuentran su lugar y, desde luego, el potencial económico del mundo digital es gigante, apenas lo imaginamos. Sin embargo, la experiencia de Google en Toronto desvela que los algoritmos y los mecanismos inteligentes no son inocentes: su neutralidad aséptica es solo una apariencia tras intereses comerciales, políticos e ideológicos.
La realidad urbana es tozuda y en general bastante conservadora. No tiene el dinamismo líquido del mundo virtual y por eso resulta difícil aventurar cuál será el efecto de lo digital sobre unos procesos que generalmente consumen décadas, son costosos, difícilmente reversibles e intensamente físicos. Sin duda, las ciudades cambiarán, aunque todavía hace falta mucho trabajo para llegar a deducir cómo lo harán y así poder conducir o rectificar las transformaciones, o adelantarse de algún modo a ellas. El trabajo de Arnal y Sarasa se sitúa en esta línea y crea un marco para la reflexión sobre la ciudad, pero también para la investigación operativa que necesitamos.