Cuando el eje del debate arquitectónico no pasaba, como ahora, por Rotterdam y Basilea, sino por Milán y Nueva York, Giorgio Grassi publicó dos obras que marcaron a nuestra generación. La construcción lógica de la arquitectura (1967), un año posterior a La arquitectura de la ciudad, llevaba lo que Aldo Rossi denominaba «ciencia urbana» a un diálogo con el racionalismo germano que habría de alimentar su propio trabajo como arquitecto; y La arquitectura como oficio y otros escritos (1979), dos años anterior a la Autobiografía científica, se trasladaba, como el propio Rossi, desde el pensamiento sistemático hacia una ensayística fragmentaria y de fuerte sabor subjetivo, cuyo talante resume admirablemente la frase que sirve de umbral a la Autobiografía: «¿A qué podría aspirar en mi oficio? En verdad a pocas cosas, porque los grandes hechos han prescrito históricamente.»
Casi un cuarto de siglo después, Grassi nos ofrece otra recopilación: 22 textos publicados entre 1980 y 1999 —editados y prologados amorosamente por Carlos Martí—, que transmiten con singular inteligencia y emoción el clima de distanciamiento y lúcida marginalidad característicos de un autor cuya reacción frente a la confusión contemporánea se asemeja a la del Bartelby de Herman Melville: «preferiría no hacerlo». Esa renuncia reticente, expresada con admirable naturalidad y amable elegancia, recorre con su perfume leve unos ensayos que, por más que circunstanciales, parecen estar siempre en contacto con una fibra profunda de sabiduría artística y vital. En el último de ellos, que toma prestado un título de Thomas Bernhard —Maestros antiguos—, Grassi reflexiona sobre su familia espiritual de elección, formada por los maestros tutelares que suministran ideas y enseñanzas (Di Giorgio o Serlio, Hilberseimer o Loos, pero sobre todo Alberti, y también Schinkel) y los maestros difíciles que simultáneamente nos ponen a prueba y nos atraen con su ejemplo o su punto de vista (Tessenow, Oud y, desde luego, Piero della Francesca, cuya figuración pictórica «muestra una idea de arquitectura muy concreta y absolutamente original»).
Con esta familia intelectual ejercita Giorgio Grassi la lengua muerta (otro título robado a un maestro, su compatriota Arturo Martini, que escribió La scultura lingua morta en 1945) en que la arquitectura se ha convertido cuando, abandonada la convención, «una experiencia remota y casi del todo olvidada», no acepta otra norma que «la transgresión sistemática de toda regla», con el resultado de que «el viejo lenguaje de la arquitectura ha muerto enterrado bajo sus propias ruinas». Y a esa familia espiritual merecería también pertenecer George Steiner, que ha explorado lo que la relación entre maestro y discípulo tiene de encuentro personal en unas extraordinarias Norton Lectures cuyo título se emplea para encabezar esta nota.