Cementerio de San Cataldo en Módena, 1971-78 (izquierda). Teatro del Mundo para la Bienal de Venecia, 1979-80 (derecha)
No queremos olvidar a Aldo Rossi. Este mes de mayo hubiera cumplido 90 años, pero murió en un accidente de tráfico a la absurda edad de 66, y su figura se ha difuminado en la percepción de las generaciones recientes. Para la mía, sin embargo, fue el gigante que ahora muestran la exposición del MAXXI romano y el libro de Electa, ambos a cargo de Alberto Ferlenga. Con la colaboración de la Fundación Aldo Rossi, pilotada por sus hijos Vera y Fausto —y que tuvo como director científico a Germano Celant hasta su fallecimiento en 2020—, las dos iniciativas recuperan el legado colosal de un arquitecto y teórico que fue tan influyente con sus dibujos como con sus escritos. El archivo depositado en el MAXXI, que complementa los conservados en el Getty de Los Ángeles y el CCA de Montreal, sirve de soporte tanto de la exposición —que estará abierta hasta octubre— como del volumen recién aparecido, que reúne las memorias redactadas por Rossi para 56 de sus proyectos, ilustrados con más de un centenar de dibujos exquisitos.
En una nota de los Quaderni azzurri —que sirvieron de base para la Autobiografía científica de 1981—, Rossi asegura que las memorias técnicas de los concursos de arquitectura constituyen «la expresión más completa de mi investigación», y Ferlenga recopila las contenidas en el archivo, que se extienden desde 1960 a 1997, para componer una autobiografía intelectual del milanés, que fue una referencia imprescindible de la disciplina desde la publicación en 1966 de La arquitectura de la ciudad. Las ideas y las formas de Rossi fertilizaron la teoría y la práctica de la arquitectura durante la década de los 70, y prendieron especialmente bien en España, desde Cataluña y el País Vasco hasta Andalucía o Galicia, donde en 1976 condujo un mítico seminario en Santiago de Compostela y donde muchos años después realizaría con César Portela el Museo del Mar en Vigo, su única obra en nuestro suelo, que se completó póstumamente.
Por entonces peregrinábamos al Gallaratese, una obra en blanco y negro que puede quizás asociarse al cine neorrealista, y la década siguiente asistiríamos a su descubrimiento del color tras su mayor familiaridad con el mundo americano y japonés, advirtiendo cómo reclamaba para una construcción berlinesa «el color verde oscuro de los antiguos coches de carreras», una descripción tan imprecisa como lírica. Tanto el Berlín de la IBA como la Barcelona de los Juegos serían expresiones cabales de las enseñanzas urbanas de Rossi, pero el arquitecto de la ciudad se manifestaría también como un extraordinario creador formal. El volumen de Electa abrevia su obra en portada con el yatai de Pinocho: un carrito de comida convertido en arquitectura móvil que diseñó para la Expo de 1989 en Nagoya, y en cuya descripción Rossi relaciona al personaje del cuento con la protagonista de las tablas de Botticelli en el Prado para glosar la pasión abstracta y a la vez vital de sus arquitecturas.
En 1985 iniciamos esta aventura editorial con los dos números de AV dedicados a la IBA berlinesa, y tuvimos la fortuna de contar con el maestro milanés para la presentación posterior de la revista en la librería Vitruvio de Sevilla, una ciudad que amaba casi tanto como Santiago. Hace tiempo, Guillermo Vázquez Consuegra me hizo llegar una fotografía de aquel día, que reproduzco ahora como recuerdo de un arquitecto cuya desparición prematura nos conmovió como pocas otras. Casi un cuarto de siglo después de su muerte, una exposición y un libro nos recuerdan su genio intelectual y artístico: un legado que, más allá de su importancia histórica, ofrece, como subraya Ferlenga, «una nuova utilità» que haríamos mal en ignorar.
Lo Yatai di Pinocchio, 1989
De izquierda a derecha: Aldo Rossi, Guillermo Vázquez Consuegra y Luis Fernández-Galiano