Tendemos a pensar que los jóvenes son rebeldes. En realidad, solo pretenden implantar otro orden. Nunca como en esa edad se necesita tanto de los amigos para ser reconocido frente a un adversario impreciso. La fraternidad es, pues, el instrumento. El concepto posee una dimensión política. Al fin y al cabo, se trata de un ideal revolucionario. Pero no nos engañemos: en el fondo funciona como un instinto de supervivencia. En virtud de intereses que se perciben coincidentes, hay que cooperar, ayudarse en una empresa común. El proceso requiere ritos de identificación. Por ejemplo, vestirse de otro modo: los gestos dicen y nos hacen. O vivir en un lugar singular: los escenarios explican intenciones y arropan pretensiones. Creerse mejor para cambiar el mundo o refugiarse en otro.
El colectivismo artístico del siglo XIX, del que se ocupa el libro de Julia Ramírez-Blanco —historiadora y crítica de arte que fue profesora de la Universidad de Barcelona y hoy lo es de la Complutense, autora también de Utopías artísticas de revuelta y El tiempo de las plazas—, insinúa una prefiguración de las utopías que vendrían después. Pero es el presente el que esclarece el pasado. Solo así es posible descubrir lo que otros no fueron capaces de ver. Los datos siempre necesitan ser interpretados por una mirada actualizada y sagaz. Ya no recurrimos a la historia para legitimarnos, sino para profundizar en sus límites. Así no tenemos que vernos en la necesidad de asumir los errores como propios. Aquellos no éramos nosotros. Aunque, en cierta manera, nos reconocemos en ellos. Los sueños de los demás siempre tienen algo en común con los nuestros. La realidad, en cambio, se parece más bien poco.
La mayor de las utopías es quererse. A veces es desearse y a veces no. Adivinar cuál es el lugar de las mujeres, cuál el de los hombres. Brotherhood y Sisterhood. Siempre ronda el género. Para qué y por qué (no) crear en común. Los artistas son sensibles. En comunidad afloran los sentimientos. Dentro y fuera. Sin emoción no hay creación ni vida. Porque es la vida, en definitiva, lo único que importa.
La convivencia y las aspiraciones siempre generan tensiones y frustraciones. En el siglo del individualismo, como fue el aburguesado siglo XIX, se ensalzó la idea del hombre hecho a sí mismo (la mujer que triunfó lo hizo por sí misma, desde luego). Las hermandades masculinas nos ofrecen la otra cara de un mismo paisaje. Es hora de preguntarse si el genio individual es la quintaesencia de la historia o una forma elegante de simplificar el relato.
Aquellos hermanos no solo nos dejaron una estética, que trascendió con mucho el núcleo originario de méditateurs, nazarenos, prerrafaelitas y defensores de las Arts and Crafts, sino que impusieron un talante: la autenticidad. Un ideal tan arriesgado en el arte como en la vida. Sin embargo, algunos acabaron por ocupar un puesto de prestigio dentro del sistema que supuestamente habían combatido. Eso no significa que fracasaran. Solo envejecieron. La ilusión de vivir en un mundo mejor es juvenil y no siempre obedece a objetivos pragmáticos. Suele venir acompañada de contradicciones, como todas las utopías. Atreverse a escribir sobre las emociones grupales que entretejen la historia supone establecer una nueva complicidad con el pasado.