Uno de los atributos del genio es caer en el olvido. El olvido causado por la incomprensión del presente, que es también el olvido del que acaba rescatándolo la posteridad. El olvido provisional, sin drama, al que descendieron personajes que hoy forman parte del Olimpo, desde Velázquez hasta Lautréamont, desde Borromini hasta Tesla, y al que bajaron también los dos arquitectos borrosos a los que dos libros recientes ayudarán a perfilar con más precisión: Rafael Guastavino y Antoni Gaudí.
Aunque a su muerte en 1908 los periódicos estadounidenses lo calificaran de ‘arquitecto de Nueva York’, Rafael Guastavino pasó pronto al limbo de la arquitectura, y los nuevos tiempos de la modernidad amnésica lo retuvieron en él. No fue hasta la década de 1980, con la nueva sensibilidad patrimonial, que el personaje volvió a valorarse como lo que siempre fue: el testimonio genial de la tradición inventiva del denostado siglo XIX. Consecuencia de esta resurrección fueron las monografías que dieron cuenta de su imaginación constructiva y olfato empresarial, y recopilaron los datos claves de su biografía. Con todo, Guastavino no consiguió calar en el imaginario colectivo: siguió siendo un nombre famoso al que resultaba muy difícil ponerle cara.
Es probable que A prueba de fuego, la novela que Javier Moro ha dedicado a la familia Guastavino, contribuya a darle carne y huesos a esa sombra historiográfica que en parte sigue siendo el arquitecto nacido en Valencia en 1845. No sólo por la eficacia de la escritura de Moro, sino sobre todo por el trabajo de investigación que ha permitido desenterrar las cartas personales del artífice y construir con ellas un relato donde la exposición atinada de los hechos se enriquece con la revelación de las peripecias íntimas.
Moro describe bien el periodo de formación de un Guastavino talentoso y precoz —aunque nunca incomprendido—, y retrata los indiscriminados escarceos amorosos —hijos ilegítimos de por medio— que le llevaron a un callejón sin salida personal y profesional: el mismo que le hizo embarcarse hacia los Estados Unidos con 39 años y sin saber apenas inglés.
En el efervescente país de las oportunidades, Guastavino encontró un campo abonado para desarrollar su inventiva. Lo hizo extrapolando la construcción con bóveda tabicada típica del Levante español —el ‘Guastavino System’ que patentó en 1885— a los tipos exigidos por la modernidad americana: puentes, estaciones, iglesias. El fruto fueron los más de trescientos edificios en Nueva York que Gustavino levantó primero solo y después junto a su hijo homónimo y en cierto sentido rival, entre ellos la mítica Penn Station —donde colaboró con sus amigos McKim, Mead y White—, el Great Hall de la isla de Ellis o el metro de Manhattan.
Las virtudes del sistema Guastavino eran la eficacia estructural, la adaptabilidad tipológica y la resistencia al fuego, y su inventor supo sacar partido de ellas, convenciendo antes a los técnicos reticentes mediante pruebas espectaculares, como aquella que da título al libro, en la que un tramo de bóveda sometida a una carga de doscientos kilos por pie cuadrado se hizo arder hasta los mil grados durante cuatro horas, sin que se resintiese.
Aunque sirva también para perfilar a un personaje tan célebre como en realidad poco conocido, Yo, Gaudí, es un libro muy distinto al anterior. Su autor, el director de orquesta Xavier Güell —tataranieto del mecenas de Gaudí—, continúa en él la vía introspectiva de obras anteriores como La música de la memoria, para dar voz a un Gaudí que escribe en primera persona sobre sus anhelos y decepciones. El resultado es una semblanza muy bien construida merced a un lenguaje exquisito aunque por fuerza un tanto impostado que evoca aspectos desconocidos de la vida del maestro y sirve a la postre para iluminar al hombre real que se sigue ocultando tras el glorioso pero arcano nombre de ‘Gaudí’.