Vivimos en la modernidad, pero no sabemos aún qué es ‘lo moderno’; añoramos ‘lo clásico’ pero, en el fondo, desconocemos lo que es. La ambigüedad de estos términos, sin embargo, es fructífera: ha permitido que los hombres pudiésemos encontrar en ellos lo que, en cada época, queríamos o necesitábamos. Sólo así puede entenderse —después de las cantidades de tinta que han corrido sobre el tema— el carácter aún productivo de la antinomia entre lo moderno y lo clásico, categorías éstas que, como suele decirse, podemos definir con facilidad mientras nadie nos lo pida.
El nuevo libro de Simón Marchán parte de esta constatación problemática. Siguiendo la estela de anteriores trabajos de referencia —en especial La estética en la cultura moderna—, se propone, casi a la manera ‘foucaultiana’, una ‘prehistoria de la modernidad’, de ese periodo incierto en el que el clasicismo —antaño sólido como una estatua de mármol— comienza a plastificarse y diluirse mientras, correlativamente, lo moderno va consolidándose en la medida en que se destruye aquél.
Con tal planteamiento, es lógico que el autor haya evitado los habituales encasillamientos estilísticos y cesuras forzadas propios de las maneras historiográficas o formalistas al uso, para apostar por un método que permita transitar con libertad de unos territorios a otros con la ayuda, en este caso particularmente eficaz, de la estética. Así, lejos de proponer esquemas conceptuales cerrados, se opta por trabajar con determinadas líneas de fuerza que den cuenta de esas transiciones sutiles, de esos terrains vagues que, desde el clasicismo y su némesis moderna —pasando por el siempre presente romanticismo— llegan hasta la actualidad.
El carácter abierto del método se revela en la estructura del libro, que se compone de nueve capítulos organizados de manera implícita en tres bloques. En el primero, conceptualmente el más importante, asistimos a la construcción problemática del concepto de ‘lo clásico’ y sus disoluciones a través de las críticas relativistas cuyo origen cabe situar en la Querelle francesa. En él se recoge, asimismo, la respuesta normativa que, especialmente en la arquitectura, actualiza lo clásico a través de la teoría de los ‘primeros principios’ y la final aspiración a una síntesis operada a través de la categoría del ‘clasicismo romántico’. En el segundo bloque —una transición que aborda temas específicamente estéticos— se desgranan la teoría kantiana del juicio y el proyecto utópico de Schiller, haciéndose eco de una manera tan novedosa como profunda de los fenómenos de ‘estetización de la política’ tan recurrentes en la futura modernidad. El libro termina con dos ensayos en los que se estudia, desde el particular punto de vista estético manejado en el libro, la obra de dos artistas emblemáticos de la época: Karl Friedrich Schinkel y Caspar David Friedrich.
Este mosaico profuso y estimulante no termina, sin embargo, con el triunfo de la modernidad canónica (o de Baudelaire) pues, si bien el clasicismo como estilo histórico hace mucho que desapareció, ‘lo clásico’, como categoría estética normativa, se sigue entreverando en el discurso moderno. ¿No sería lícito entender así a las vanguardias de la arquitectura como fruto de una reacción racional y ‘clasicista’ al convencionalismo decadente y caprichoso de la arquitectura pompier? Y las tesis posmodernas, ¿no apelaron acaso a la utopía del orden disciplinar frente a la confusión? Finalmente, ¿no podríamos considerar el recurso actual al rigor técnico o medioambiental como una respuesta normativa a los excesos arbitrarios de la arquitectura contemporánea? Son fenómenos éstos que demostrarían, siquiera analógicamente, la pervivencia de lo clásico en la modernidad: una historia que, como señala el autor, está aún por escribirse.