Construyendo en Palma, Lisboa y Santander
Sólido, líquido, gaseoso
La arquitectura se construye con materia y gravedad, pero los edificios no siempre acaban resultando matéricos y graves. Es cierto que la tradición clásica pensó la disciplina como un equilibro entre la utilitas, la firmitas y la venustas, es decir, como un tránsito de la funcionalidad a la belleza a través de la permanencia de la arquitectura en el tiempo. Pero no es menos cierto que uno de los sueños de la modernidad fue hacer de los edificios construcciones ligeras, inmateriales, incluso obsolescentes. Si a ello se suma la evanescencia propia de nuestra época, tan alérgica a cualquier idea de cohesión y estabilidad, el resultado es que los arquitectos acabamos cayendo en una paradoja: nostálgicos de una solidez que no parece tener ya sentido, seguimos siendo reacios a entregarnos sin más al programa de obsolescencia propuesto por las vanguardias más radicales.
Esta paradoja puede ser una trampa, y devenir contradicción. Pero también puede ser una salida, sobre todo en contextos ambiguos, situaciones límites a medio camino entre las ciudades y el paisaje, y que, por tanto, tienen que habérselas por fuerza con la exigencia de continuidad histórica y física de la ciudad y con la condición variable y, en buena medida, imprevisible, de la naturaleza.
Salidas y no trampas pueden considerarse el Centro de Congresos y Hotel en Palma de Mallorca de Francisco Mangado, el Museo de Arte, Arquitectura y Tecnología en Lisboa de Amanda Levete y el Centro Botín en Santander de Renzo Piano: tres obras que saben manejar el requisito urbano de permanencia y el natural de evanescencia. Lo interesante es que, en cada uno de los tres casos, este equilibrio entre ciudad y paisaje se plantea de modos distintos que se podrían graduar en una especie de escala de intensidad material: sólido en el edificio en Palma, pegado a tierra, urbano y vinculado al mar sólo visualmente; líquido en el museo en Lisboa, de formas ondulantes que evocan las del río Tajo; y, finalmente, gaseoso en la obra en Santander, levantada ingrávida sobre el agua y la tierra, y cuya piel de discos irisados se acaba fundiendo con la pura atmósfera.