Hay momentos en los que parece que estamos ante un punto de inflexión. Momentos en los que la agudeza y el ingenio de ciertos arquitectos, su perseverancia, la determinación de algunos pocos clientes y ciertos cambios en el imaginario colectivo abren perspectivas diferentes, más allá del sentido común e inconcebibles años antes. Especialmente en el caso de la vivienda.
Ocurrió en Francia con la Unidad de Habitación de Marsella y sus tres hermanas y, al mismo tiempo —a pesar de lo que se piense—, con los grandes conjuntos de vivienda social. Más tarde, pasó también con el urbanismo en auge y las topográficas residencias aterrazadas de Renaudie en Ivry o Givors. A partir de estas referencias, generaciones de arquitectos se comprometieron con nuevas propuestas: construían utopías, pero concretas. Los habitantes les siguieron, unos con el deseo de una nueva vida, otros menos convencidos. Y entonces la vida y sus vicisitudes se instalaron en las obras: por ellas pasaron familias, gentes diversas, un mundo heterogéneo y cosmopolita, aunque a menudo reacio a las novedades. Pero al cabo de los años se impusieron otras preocupaciones, las políticas públicas cambiaron de rumbo y se olvidaron los compromisos de antaño. Pasábamos a otra cosa.
Son tiempos frugales. Con Lacaton & Vassal se perfila una nueva ruptura. Su trabajo es comparable a lo que hizo en su día Rem Koolhaas respecto a ‘lo que solíamos llamar la ciudad’ y el junkspace: una invitación a liberarnos de dogmas, de cómodas ideologías, nunca cuestionadas y ciegas a la realidad del mundo contemporáneo. Una invitación al realismo.
Estas revoluciones son verdaderos cambios de paradigma. Afectan a la concepción que tenemos de la vida cotidiana, las costumbres, los hábitos familiares, el confort y el buen gusto. Afectan a lo que hacemos con los materiales, su supuesta nobleza o vulgaridad, su puesta en obra y la estética. Se trata de las rupturas epistemológicas que Bachelard describió en La formación del espíritu científico. Los prejuicios, las nociones generalizadas, son ‘obstáculos’ y, cuando un día se desvanecen, surgen nuevas ideas y se acaban imponiendo. Bachelard reflexionaba en términos de progreso, porque la ciencia progresa —se refería a ella como un ‘conjunto de errores rectificados’—. La arquitectura, en cambio, no progresa. Avanza mediante saltos ciertamente violentos, con propensión a la amnesia e incluso a la negación.
Aunque no han producido textos de referencia y se conforman con expresarse en entrevistas de prensa, Lacaton & Vassal han elaborado una verdadera doctrina de arquitectura contemporánea. Una doctrina construida paulatinamente, sin lirismo, sin literatura, lejos de las imposturas del estrellato. Una doctrina elaborada con poco, con la misma dedicación, constancia y buen hacer de un artesano. Y también gracias al carácter ejemplar de sus creaciones, que hacen gala de una belleza nueva, rigor gráfico y luminosidad; con sus superficies nacaradas, vidrios reflectantes y cortinas gris plata; con sus onduladas chapas metálicas y paneles de policarbonato; y, especialmente, con la atmósfera cristalina y ligera que se descubre en las fotografías de sus interiores.
Su estela ha amparado una nueva corriente en el panorama francés, encarnando una suerte de escuela nacional que mezcla racionalismo, responsabilidad ética y política, atención a las cuestiones sociales y frugalidad. Podría incluirse al grupo NP2F, cuyos miembros se encontraban entre sus colaboradores; Christophe Hutin, a cargo del pabellón de Francia de la próxima Bienal de Venecia; el estudio Bruther, autor de una pequeña y transparente torre consagrada a la innovación en la península de Caen y una residencia en la Ciudad Universitaria de París; o Studio Muoto, dos antiguos colaboradores de Perrault a los que debemos un conjunto deportivo y de restauración en el campus de Saclay, con unos volúmenes superpuestos y entrelazados con gran sofisticación.
Obras para la vida
Conseguir al mismo coste más espacio y más luz. No destruir inútilmente sino conservar lo que se pueda. Aprovechar la belleza o la mera existencia de las cosas que encuentran. Dejar a la gente amueblar y decorar a su gusto, aceptando su posible desorden. Su mundo, su rincón íntimo, su poesía particular, sus desvelos. Dar libertad a los habitantes y no oponerse a ellos. Que el espacio propuesto esté lo menos determinado posible. Que no sea funcional sino flexible. Queda lejos el autoritarismo de los arquitectos modernos, de aquel Le Corbusier que protestaba cuando unas ‘pobres mujeres’ en la Ciudad Refugio del Ejército de Salvación ‘fingían’ ahogarse tras sus herméticas fachadas, que exhortaba al Partido Comunista a imponer ‘la disciplina necesaria’ a ‘su gente’ o que se quejaba ante el ministro Malraux de una ‘especie de conspiración’ urdida por los habitantes de la Cité radieuse de Marsella contra sus innovaciones. Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal visitan las viviendas que construyen o rehabilitan. Ven cómo vive la gente, cómo las organizan, cómo se apropian de ellas. Y vuelven visiblemente satisfechos. La diversidad de todas estas vidas anima las fachadas más monótonas con infinitas variaciones.
Lo sorprendente de la actitud de estos arquitectos es la obstinación por mantenerse en el mismo camino que emprendieron en sus comienzos, desde la célebre casa Latapie en Floirac, acabada hace treinta años. En su Ensayo de 1753, el abate Laugier remontaba la arquitectura hasta la «pequeña cabaña rústica hecha de ramas caídas en el bosque»: una «especie de tejado cubierto con hojas, lo bastantes juntas para que ni el sol ni la lluvia puedan traspasarlo, y ya está el hombre alojado». Le Corbusier remontaba su trabajo al proyecto de la Maison Dom-Ino de 1914, un simple esqueleto de pilotes y losas de hormigón armado, «concepción pura y total de todo un sistema de construir», una técnica que le permitía «manifestar un sentimiento nuevo de la estética arquitectónica». Lacaton & Vassal se retrotraen a una choza que construyeron en Niamey en 1984, su casa de Adán en el Paraíso, su cabaña rústica. Suscribirían sin duda las palabras del abbé: «Acercándonos, en la realización, a la simplicidad de este primer modelo, es como evitamos todos los defectos esenciales, como alcanzamos la verdadera perfección».
Ha habido quienes se han preguntado si las construcciones inspiradas en invernaderos hortícolas corrían el riesgo de «respaldar la arquitectura barata» e incluso «contribuir a su generalización». Si la ampliación de edificios con invernáculos —como en las rehabilitaciones de la torre Bois-le-Prêtre y las 530 viviendas del Grand Parc de Burdeos— o con espacios intermedios no producía más que un aumento de sombra en las entrañas del edificio. Se ha cuestionado la utilidad real de la flexibilidad y neutralidad funcional de estos espacios, a veces tildados de genéricos, ‘sin cualidades’ y con poco contraste.
Uno podría preocuparse por el envejecimiento de los materiales, cuando la ligereza se convierta en fragilidad o mala calidad. Sobre todo cuando algunos modelos sociales contemporáneos ya no tengan cabida: la moda del loft, la estética del grunge, los suelos bituminosos, el almacén y la tienda de bricolaje que tan aceptados están hoy en día. Y cuando, para los habitantes o para los usuarios de los equipamientos, el placer de haber sido pioneros en estas arquitecturas ascéticas y estos entramados de acero galvanizado ensamblados con llave inglesa haya perdido todo significado. O el día en que las dificultades sociales les abrumen.
En las viviendas de Lacaton & Vassal, nuevas o rehabilitadas, la cuestión es vivir —y, especialmente, la libertad de vivir en un mundo cosmopolita—, ya sea con muebles de diseño, pequeñoburgueses o magrebíes; nuevos o reciclados; en habitaciones desnudas o abigarradas; con flores, bicicletas oxidadas o cajas de almacenaje apiladas en los balcones-invernadero. Se trata de vivir. Vivir libremente. Sería interesante encontrar crítica, literatura, fotografía o cine documental que explorase estas operaciones por nosotros. Tal como se hacía antes, como cuando hace cuarenta años François Hers y Sophie Ristelhueber fotografiaron interiores de viviendas populares en Valonia. Hers con fotos en color, sin habitantes, en capturas avivadas por el flash, con ventanas que dejan entrever paisajes que parecen cuadros en la pared; Ristelhueber en blanco y negro, con imágenes de las que emana un aura de reclusión y desolación.
Casi como en una investigación sociológica, se podrían visitar los apartamentos a distintas horas, o incluso en un día de lluvia, y así descubrir más sobre la relevancia de este formidable esfuerzo por romper los estándares del standing, ideas preconcebidas y normas, que les ha hecho merecer el Premio Pritzker. Y añadir un poco de sombra, de claroscuro, de matices a toda esa luz que nos prometen.
Volviendo a Le Corbusier para cerrar el círculo, citaré lo que el escritor Jean Paulhan escribió al cabo de un viaje a Suiza en el que participó en abril de 1946 en compañía de Dubuffet y el arquitecto, que en el texto se llama Auxionnaz y que no paraba de fatigarlos con sus teorías. «Un arquitecto —escribe— conocido por construir casas alegres, atravesadas por el aire y el sol». Casas donde «para mi gusto —decía—, solo falta una habitación pequeña, oscura y reflexiva».