La palabra ‘turismo’ recuerda que viajar en pos de ciertos lugares no es algo nuevo. Es difícil, sin embargo, encontrar muchos paralelismos entre los periplos de aquellos artistas becados y amateurs aristócratas que se entregaban apasionados a un lento grand tour y el turismo instantáneo de los vuelos chárter, los cruceros veloces y los selfies indiscriminados. Si antaño viajar era un lujo necesario del que se preciaban las élites, hoy se ha convertido en una actividad a la que puede aspirar casi cualquiera, al punto de percibirse incluso como derecho o emblema de pertenencia a la clase media occidental, ávida de lugares bellos y ‘experiencias’.
Nadie puede dudar del enriquecimiento personal que puede propiciar el turismo, de igual modo que es difícil poner en cuestión la riqueza material que los turistas han llevado consigo a tantas ciudades. Pero, a estas alturas, cuando el turismo moderno tiene ya más de un siglo, es necesario reconocer las taras de la masificación y enfrentarse a ellas. Los intelectuales denuncian la banalidad de la cultura del selfie mientras la población local se ve acosada por la presencia constante de unos visitantes que apenas dejan espacio a la vida cotidiana y exigen su parte de unos recursos ecológicos e infraestructurales precarios. A lo anterior se suman los apartamentos turísticos, que tienden a vaciar los barrios de residentes y encarecen los alquileres, para en muchos casos acabar haciendo del turismo un angustioso problema crónico. Todos somos turistas potenciales; por eso, más allá de recetas e ideologías fáciles, debatir sobre el turismo no es sino un modo debatir sobre qué nos convierte hoy en ciudadanos.