La utopía del interior
Pierre Chareau: Arquitectura y diseño modernos
La figura de Pierre Chareau ha sido admirada profunda, casi obsesivamente, por los arquitectos. Chareau ha sido un autor de culto desde la década de 1930, un fetiche dejado de lado por el discurso de los grandes relatos sobre ‘la arquitectura moderna’, aunque su obra se haya celebrado periódicamente en ensayos, monografías, películas y, ahora, en una importante exposición en el Museo Judío de Nueva York. Producidas más o menos cada diez años, estas celebraciones corren siempre el riesgo de quitarle el encanto a aquello que celebran, domesticando a Chareau en su intento de integrar retroactivamente su obra en los relatos convencionales. El riesgo se agrava por el hecho de que Chareau no fuera un autor de manifiestos sobre su propia obra, y, así, aquellos que exaltan su figura acaban haciendo las veces de escritores en la sombra con quizá demasiada libertad para especular, habida cuenta del hecho de que han desaparecido casi todos los espacios proyectados por Chareau.
El riesgo resulta incluso mayor en la medida en que los ventrílocuos que conjuran la voz de Chareau han pasado de ser, de un modo sintomático, compañeros de profesión como Paul Nelson, Richard Rogers y Herman Hertzberger a arquitectos reconvertidos en historiadores, como Kenneth Frampton a finales de los años 1960, y luego historiadores sin más como Brian Brace Taylor, que tomó el relevo en la década de 1990. Las descripciones de su obra se han vuelto cada vez más forenses; cada nuevo análisis profundiza en un conjunto cada vez más amplio de obras, y ningún detalle resulta en principio demasiado pequeño para que sea tenido en cuenta. Sin embargo, la pertenencia al culto de Chareau todavía sigue consistiendo en compartir un secreto o incluso compartir la creencia de que la obra de Chareau es especial precisamente porque tiene secretos, porque hay cierta cualidad sombría y elusiva en el corazón de su implacable modo de mostrar teatralmente el propio hecho de mostrar. El problema consiste en cómo iluminar las sombras de Chareau sin disolverlas. Bellamente montada y presentada, la exposición en el Museo Judío de Nueva York responde a este delicado reto con considerable soltura; responde a más preguntas que nunca sobre Chareau, pero su misterio, lejos de disolverse, resulta mayor.
Las celebraciones de culto —y esta exposición y catálogo no son una excepción— suelen comenzar reconociendo lo difícil que es clasificar a Chareau, lo cual, si se piensa en ello, resulta poco interesante, o no lo es, al menos, en la medida en que no entra a valorar las razones por las que Chareau se queda al margen. Considérese el caso de Le Corbusier. Nadie está más en el centro de las narraciones canónicas, pero ¿encaja de veras en cualquier categoría establecida? Tal vez sólo se debería hablar de ‘figuras’ en la medida en que estas desafían las clasificaciones. O, por decir lo mismo a la inversa: las clasificaciones son sólo una manera de dejar al margen de la conversación muchas cosas. Esta exposición trata de superar la brecha que se da al pensar en Chareau como diseñador de mobiliario o como arquitecto, centrándose de un modo astuto en el concepto de ‘interior’, que vincula uno y otro punto de vista. De hecho, no hay ningún problema a la hora de clasificar a Chareau. Como interiorista, encaja perfectamente en la vasta tradición del diseño de interiores, que tuvo posiblemente mayor impacto que la arquitectura moderna, y que fue en cualquier caso central para ese último proyecto: no sólo por la ambición de los arquitectos modernos de trabajar en todas y cada una de las escalas, sino porque el interior fue en sí mismo una de las ambiciones de la modernidad. Podría argumentarse que el ámbito de lo interior, tildado tópicamente de femenino, perteneció literalmente a la esencia del proyecto moderno; un interior nunca separado, sin más, del exterior, sino gestando de algún modo la promesa de un nuevo exterior. Esgrimido desde el discurso sobre la continuidad ente el interior y el exterior, el soñado interior moderno no fue nunca una miniatura del exterior, sino más bien una suerte de incubadora del potencial urbano. Chareau no encaja en el discurso canónico porque sea marginal, sino porque este discurso sigue teniendo dificultades a la hora de entenderse a sí mismo.
El verdadero problema no es la clasificación, sino el hecho incómodo de que un interior de Chareau, la Maison de Verre, haya sido considerado tan superior al resto de sus obras. Construida en París entre 1928 y 1932, la Maison de Verre es un proyecto de tal complejidad, tan innovadora y con tantos matices, que hace que la mayor parte de la arquitectura moderna resulte aburrida e inadecuada. Se trata de una casa que no es una casa, sino una atmósfera palpitante producida por una serie de filtros ajustables, ninguno de los cuales resulta tan espeso como para bloquear el paso de la luz, el sonido o el olor. Entre las dos fachadas de piezas de vidrio traslúcido, tres capas correspondientes al trabajo, la zona de estar y las habitaciones se van solapando para producir infinitas combinaciones de lo público y lo privado. Este tour de force de perforación tridimensional es un espacio secreto para la ciudad que lo rodea, un espacio en el que, paradójicamente, resulta muy difícil guardar un secreto. Cada objeto, material y comportamiento se exponen como en un muestrario, incluso los manguitos de los retretes y los bidés, y hasta la propia luz, que durante el día se transforma en una especie de lámpara al pasar por los bloques de vidrio, pero que, de noche, ilumina el exterior como si fuese un fanal. Todo hecho a mano con la precisión de una prenda de alta costura que, paradójicamente, tiene la apariencia de un ensamble industrial. Y, por encima de todo, la sensación de estar ante un equipamiento móvil pensado para habitar con él y en él, un espacio que se reconstruye continuamente mediante el deslizamiento, la rotación, el giro, el pivotado, el plegado, el balanceo, y la suspensión sobre ruedas metálicas. Es como si se hubieran hipertrofiado las pantallas móviles traslúcidas que sin cesar reconfiguran el interior tradicional japonés y que transforman la vida doméstica en un juego de sombras. En este sentido, resulta difícil no ver precedentes en la compleja superposición de pantallas de Frank Lloyd Wright y en los interiores de acero y vidrio de Victor Horta, translúcidos y siempre cambiantes, y constatar el parentesco de la Maison de Verre con otras obras contemporáneas, como el equipamiento móvil doméstico concebido por Charlotte Perriand y Eileen Gray.
Escenario y refugio
La exposición trata de resistirse a la abrumadora presencia de la Maison de Verre, detectando muchas de las mismas cualidades en trabajos anteriores del arquitecto, y ampliando enormemente la historia de los interiores de Chareau, y el papel que desempeñaron en ellos el arte y otros arquitectos, además de los clientes y los colaboradores. Pero, inevitablemente, la muestra sucumbe a la fuerza de este interior definitivo. Pasearse por la exposición implica que la Maison de Verre lleve siempre las riendas de nuestra marcha.
Bellamente presentada y diseñada con el cuidado que resulta inconfundible en las instalaciones de Elizabeth Diller, la exposición se organiza en torno a tres espacios sucesivos, de condición teatral. En el primero, seis conjuntos de muebles flotan sobre pantallas blancas suspendidas de rodillos y que se descuelgan horizontalmente como si fueran el telón de fondo que usan los fotógrafos para destacar a los personajes contra un espacio sin profundidad. El hecho de que parezca que las pantallas podrían volver a enrollarse en cualquier momento produce una sensación de inmediatez. Los muebles arrojan estilizadas sombras sobre las pantallas, y por su reverso estas sombras están acompañadas por las siluetas móviles de la gente que usa los muebles como si fueran fantasmas del pasado. En el segundo espacio, igualmente teatral, cuatro conjuntos de muebles se sitúan en un cubo espacial negro, y, a través de gafas de realidad virtual, de repente aparecen incrustados en espacios inmersivos de París, entre ellos el jardín y el salón principal de la Maison de Verre. El visitante se convierte en un habitante fantasmal de estos interiores, reconstruidos gracias a una intensa investigación en archivos que ha permitido definir todos los detalles. En el tercer y último espacio expositivo, de atmósfera oscura, una pantalla móvil suspendida del techo sobre la planta de la Maison de Verre continuamente proyecta un elaborado modelo digital del edificio y su emplazamiento urbano, revelando todas sus capas, como si se tratara de un TAC que revela los misterios del cuerpo humano.
Las cesuras entre los tres escenarios expositivos están llenas de dibujos, pinturas, esculturas y aparatos de iluminación, junto a una gran cantidad de cartas, fotografías, tarjetas y negativos, que dan cuenta de las tiendas, exposiciones y publicaciones de Chareau, así como de sus amigos, familia, el papel fundamental desempeñado por el arte en su vida profesional y personal, y los diferentes intentos de documentar la Maison de Verre.
Al presentar esta especie de historia de la representación del proyecto definitivo de la Maison de Verre, la ‘informática forense’ (digital forensics) se muestra como la versión más actualizada del intento de diseccionar el edificio usando herramientas contemporáneas, como hicieron Kenneth Frampton y sus colegas con sus notables dibujos axonométricos a finales de los años 1960, que se exponen junto con series anteriores de fotografías. Todo lo cual podría completarse con el cortometraje hecho en la década de 1970, y con una procesión acelerada de monografías que comienza en los años 1980, así como la primera gran exposición dedicada a Chareau en el Pompidou en 1993. Es como si la atractiva complejidad del proyecto retara a cada generación a intentar desvelar infructuosamente las capas más profundas de su misterio. Al final, ni el comisario, ni los diseñadores de exposiciones, ni los autores de catálogos, ni esta reseña, ni siquiera el propio Chareau, pueden entender este proyecto del todo, ni tampoco quieren hacerlo.
Otro punto sobre Chareau que suele exagerarse y que aparece en esta exposición es el lamento por una carrera profesional que sólo pudo florecer entre la i Guerra Mundial y la emergencia del fascismo, entre 1919 y 1932. Este hecho suele tratarse como una coerción cruel a una fuerza creativa que, en otras circunstancias, hubiera podido dar más frutos, y no como una limitación fructífera, como lo fue de hecho que el genio de la Maison de Verre estuviera totalmente atado a la necesidad de mantener la planta superior del inmueble donde se sitúa la casa e insertar un nuevo interior concibiéndolo como un inmenso mueble ajustable dentro del volumen dispuesto entre el suelo, el forjado superior, los muros medianeros, el patio delantero y el jardín trasero. En las pocas oportunidades en que Chareu pudo enfrentarse al proyecto de un edificio de nueva planta, los resultados fueron aburridos, aunque trabajara con los mismos colaboradores y durante los mismos años en los que hizo la Maison de Verre. Como la de los artistas que mueren jóvenes, su reputación no se resiente por la falta de otros trabajos que no pudo hacer y seguramente merecía. Por el contrario, el periodo de entreguerras fue en sí mismo un tipo de interior muy específico en el cual Chareau pudo florecer de una manera tan intensa.
Entre la violencia de dos pesadillas imperialistas, Chareau trabajó en una sucesión de interiores, exposiciones, publicaciones y películas que construyeron una especie de utopía doméstica, un paisaje de ensueño concebido como un refugio y un lugar para la discusión a la sombra de las amenazas reales del exterior. Con su juego de sombras producida a través del vidrio translúcido en un escondido patio de vecinos, la Maison de Verre es la expresión misma de esta idea de refugio en el corazón de la metrópoli: refleja las aspiraciones y ambiciones de sus clientes, pero también las de un nuevo tipo de sociedad.
Trabajo colaborativo
El verdadero mérito del incisivo comisariado de esta nuestra a cargo de Esther de Costa Meyer está en el hecho de haberse negado a pasar por alto la cuestión del interior, y en haber ampliado en gran medida nuestra comprensión del modo de trabajar colegiado de los arquitectos y artistas de la época de Chareau. La exposición también profundiza en el papel colaborativo fundamental desempeñado por los clientes —en particular, los círculos judíos que apoyaron a Chareau— y muestra asimismo cómo la propia vida doméstica de Chareau se mezcló social, intelectual y profesionalmente con la de los clientes, un hecho del que da cuenta el papel fundamental que tuvo en su obra Collie Dyte, con la que se casó en 1904.
Con todo, uno se queda con ganas de saber más sobre la colaboración de Chareau con el herrero Louis Dalbet y el arquitecto Bernard Bijvoet, el trío que hizo la Maison de Verre. La colaboración con Dalbet y su estudiotaller había empezado en 1923, y desde entonces la obra de Chareau se transformó mediante el uso de elementos flotantes de acero forjado, sistemas de particiones enteras concebidas como muebles, lámparas de hierro y alabastro y mobiliario en el que la madera y el metal bailan como si fueran una pareja extraña pero felizmente absorta en sí misma. Es la delgadez del hierro martillado la que permite a Chareau liberar el interior de las limitaciones del suelo, los tabiques y el techo para suspender telas, pinturas, espejos, teléfonos, lámparas, ceniceros, libros, cartas, ropa, plantas, esculturas, comida, armarios y personas. Las finas planchas de metal hacen las veces de andamiaje para un nuevo modo de vida. Si se quitaran de las casas de Chareau los objetos metálicos de Dalbet, es dudoso que pudiera seguir manteniéndose el culto al primero. Dalbet, que mostró ocasionalmente sus propios objetos en el Salon d’Automne y recibió el Prix de Rome en 1917, aparece con frecuencia en la exposición, pero su relación con Chareau en sí misma no se ha explorado más allá de asociarlo a la figura convencional pero casi siempre engañosa del ‘maestro artesano’. Por otro parte, se menosprecia la importancia de Bernard Bijvoet —que empezó a trabajar con Chareau poco después de que ambos se conocieran en 1925—, pese a que, como evidencia su trabajo previo con Johannes Duiker, sin las aportaciones de Bijvoet la Maison de Verre simplemente no hubiera existido. La Maison de Verre es una colaboración genuina, en el sentido de que se trata de una obra impresionante que trasciende las aportaciones de sus autores, pero que resulta simplemente impensable si se elimina alguna de estas aportaciones, y también las ideas de sus notables clientes, Jean Dalsace y Annie Bernheim.
Esta elegante y muy inteligente exposición sobre la producción colaborativa de los interiores y obras de Chareau (un arquitecto que claramente influyó en figuras como Le Corbusier, el enigmático hombre con gafas negras que, según los trabajadores, aparecía una y otra vez en la obra de la Maison de Verre para hacer preguntas) al final vacila a la hora de dar cuenta de la colaboración más importante, como si tuviera miedo de disolver la figura de Chareau en el propio acto de celebrarla. Con todo, el mayor tesoro de esta exposición está en mostrar que la dificultad de trazar con precisión las relaciones entre los colaboradores refleja el efecto fantasmal de la propia Maison de Verre, una obra que esperamos que siga esquivando a todos aquellos que intentan atraparla.
Mark Wigley es catedrático y director emérito de la Columbia GSAPP.