Muchos pronosticaron que la muerte de Zaha Hadid —ejemplo por antonomasia de la arquitectura de marca— iba a comprometer el futuro de su estudio. Se equivocaron: pasados casi tres años del fallecimiento de la angloiraquí, Zaha Hadid Architects es una empresa boyante que no sólo ha sido capaz de terminar los proyectos que su fundadora dejó en marcha a su muerte —como la nueva terminal del Aeropuerto de Pekín, la más grande del mundo—, sino que ha conseguido nuevos e importantes encargos y ha ganado concursos a lo largo y ancho del planeta.
Tal vez este éxito sea el que haya hecho saltar por los aires el difícil compromiso que, siguiendo el testamento de Hadid, alcanzaron en 2016 los dos grupos en que se dividieron los herederos de la fallecida: de un lado, el empresario y mecenas Peter Palumbo, Rana —sobrina de Hadid— y el artista Brian Clarke; y del otro, Patrick Schumacher, líder de hecho del estudio. En este sentido, el crítico Oliver Wainwright ha hecho público recientemente el intento, por parte de Schumacher, de hacerse con el control total del legado a través de un procedimiento judicial que se prevé largo, difícil y polémico.