Opinion  Sociology and economics 

‘What a difference a daymakes’

Ole Bouman 
28/02/2003


Oficina móvil del secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld (a la derecha, con camisa azul), en un avión de transporte C-17

Corren malos vientos. Es 17 de marzo de 2003, algo antes de que el presidente George W. Bush pronuncie otro de sus discursos. El ultimátum final. Estén atentos, la guerra está a punto de empezar. Nadie va a privar ahora a América de esta contienda. Hace tres días que las cotizaciones en bolsa se han disparado. Se acabó la incertidumbre, ¿verdad? Todo el mundo ha efectuado su último movimiento y las espadas están en alto.

Durante los últimos días esta metáfora se ha hecho recurrente. La política global es un juego, y así lo demuestran con una claridad meridiana las palabras elegidas. Indudablemente, el nombre del juego es póquer. ¿Algo más? Sí. Los americanos están subiendo enormemente las apuestas; van a por el bote, pues sólo el ganador se quedará con todo. Aunque no cabe duda de que llevan una buena mano, eso no garantiza nada. Cualquiera que no fuese aficionado al juego habría mantenido bajas las apuestas, pero la promesa de obtener el premio gordo era demasiado fuerte: la hegemonía, el petróleo y, quién sabe, tal vez incluso el sentimiento de seguridad y de justicia.

El oponente no lleva una buena mano. Acaba de destruir sus últimas armas de defensa importantes y espera con impotencia lo que pueda ocurrir. Es probable que cualquier voluntario obtenga algo de dignidad en solitario tras consumar un martirio que se nos antoja inmediato. Pero todos ellos no son más que una pandilla de alborotadores. Cuando se tire de la cadena, serán tragados por el sumidero de la historia.

Y aún queda un tercer jugador que, si bien es demasiado débil como para ofrecer una verdadera resistencia, al menos conserva la tenacidad suficiente para descubrir que el jugador más fuerte va de farol y para forzarle a arrojar los naipes sobre la mesa. Pese a las esforzadas tentativas de Europa, que lleva un trío, al ganador le basta finalmente con una escalera real. Y se queda con todo. Por eso es él quien se marcha a la suite nupcial con una botella de bourbon (como es de suponer, el champán Dom Perignon ya no resulta adecuado).

Es 17 de marzo. Próximo al lugar en el que la diplomacia juega sus últimas bazas se encuentra el escenario donde todo comenzó: la Zona Cero de la doctrina Bush. El nuevo orden del nuevo orden mundial ya empezó allí hace tan sólo unas semanas. Daniel Libeskind se alzó como vencedor de la competición para reconstruir el Lower Manhattan. Daniel Libeskind, el arquitecto que triunfó al convertir la deconstrucción en una demostración de omnipotencia. En los últimos diez años pocos arquitectos han invertido tanto esfuerzo como él en situar la arquitectura en el corazón de la quiebra de la civilización occidental. Su Museo Judío en Berlín fue diseñado deliberadamente como monumento al vacío moral de la cultura judeo-cristiana después de Auschwitz. El vacío es la única representación de la que disponemos. La estrella de David desguazada es un doloroso recordatorio del Holocausto y la llamada final a considerar el Otro como otro. Una llamada final y urgente para escuchar a la Diferencia de una vez por todas en lugar de oír la misma canción de siempre. Pero también es una referencia a la audacia de los filósofos judíos más importantes del siglo XX: Buber, Levinas, Derrida y los demás. 

El tal Libeskind ahora se ha puesto botas de vaquero e incluso ha empezado a jugar al póquer. Durante meses se le ha visto apostando en una de las innumerables mesas del Casino de Nueva York. Él, mejor que ningún otro de sus competidores, comprendió que esta competición trataba de sentimientos. Y justamente tenía entre manos el plan perfecto. Al igual que en Berlín ha diseñado un vacío, un prado a modo de cementerio, rodeado de elevadísimos bloques de oficinas. Los muertos ya no son muertos, sino héroes cuyos nombres deben vivir para siempre. Ya no volverá a ejecutarse ningún acto melancólico en memoria del fracaso humano y la quiebra de la civilización. En su lugar, se ofrece un decorado triunfal y heroico a las víctimas cuya muerte se repetirá una y otra vez dentro de escasos días en lo que podría ser una espiral de violencia mundial. Y destacada de entre todas las torres, el edificio de mayor altura del mundo, diseñado por Libeskind para que alcance 1776 pies. Una vez más, esta altura encierra un profundo simbolismo. En el año 1776 se promulgó la Constitución de los Estados Unidos de América, el primer documento institucional de la Ilustración, un manifiesto que encarnaba el derecho universal e inalienable a la búsqueda de la felicidad. El vocabulario que simbolizaba la mayor pérdida en la historia de la humanidad resulta ser la más conveniente para su triunfo supremo. Y para su supremo vencedor. Él, que se toma a sí mismo demasiado al pie de la letra, es incapaz de dar marcha atrás. Y lo hace justo cuando más necesitamos un verdadero héroe, un héroe de la retirada.

Es 17 de marzo. La guerra está a punto de terminar. Una guerra sobre el tiempo. Una guerra llena de ultimátums, del tiempo que los inspectores de la ONU necesitan para acabar su trabajo, de 12 largos años de violaciones, incapaz de aguantar por más tiempo las tormentas de arena de Kuwait. En los últimos meses prácticamente todo giraba alrededor de la cuestión de quién domina el tiempo. Y, como cabía esperar, el futuro inmediato venció al futuro a largo plazo. Actúa primero, y luego ya tendrás tiempo para pensar en el porvenir. Al ejército estadounidense situado ante las puertas de Irak se le está agotando el tiempo. Se exige premura por miedo a que las opciones expiren sin haber alcanzado ningún beneficio. El tiempo ejerce su presión. Ésta es en verdad toda la historia. Mucho se ha escrito últimamente sobre el modo en que el espacio se organiza a sí mismo. Pero ahora es el tiempo el que se está organizando a sí mismo...

Son las 8:00 p.m. EST. Hora est.


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