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Metáforas cristalinas para la modernidad

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Metáforas cristalinas para la modernidad

Eduardo Prieto 
30/04/2009


Tradicionalmente, la historiografía al uso ha menospreciado la importancia que las concepciones del Romanticismo sobre el arte, la cultura y, en especial, la naturaleza tuvieron en la génesis de una modernidad cuyo desarrollo no fue ni tan lineal, ni tan coherente, ni tan canónico como muchas veces se ha pretendido.

Entre estas ideas fecundas, el concepto de ‘cristalización’ —una figura estética romántica que pronto se convierte en una metáfora artística moderna— sirve a Simón Marchán de guión para elaborar un breve pero denso libro que tiene la vocación de proponer un árbol genealógico distinto, complementario y alternativo a la vez, a las habituales filiaciones de la modernidad.

El método seguido conjuga el armazón estético y filosófico con la apelación a ejemplos conocidos del arte y, en especial, la arquitectura de los dos últimos siglos, desde las tempranas reflexiones sobre la catedral gótica de Schlegel o Schinkel hasta los rascacielos vidriados de mediados del siglo XX, pasando por los afanes utópicos de los expresionistas y otras vanguardias. El autor resume este movimiento continuo como el resultado de la especial sensibilidad romántica por la naturaleza. Una sensibilidad, aún hoy latente, que genera una doble estética: por un lado, una estética formal, orientada a la imitación de las formas naturales en su proyecto de encontrar lenguajes alternativos al canon clásico; y una estética energética de la materia, por el otro, más atenta a la morfogénesis natural, es decir, no tanto las formas en sí como los modos o procesos en que éstas han sido producidas.

Es conocido cómo, finalmente —y aquí es donde esta genealogía alternativa entroncaría con las historias más canónicas—, la idea de la arquitectura como portadora de valores espirituales y utópicos terminaría agotándose y cómo, de un modo paradójico, sería la emergencia de otro material, el vidrio, tan semejante y tan distinto, el que abocaría al olvido al utópico cristal para dejar paso a una sublimidad tecnológica que, a partir de Mies van der Rohe, trabajará fenomenológicamente —pero ya sin ‘aura’ romántica— el nuevo compuesto y sus cualidades asociadas de transparencia, levedad, sencillez minimalista y, más recientemente, reactividad atmosférica.

Entre las conclusiones que arroja el libro cabe deducir implícita una pregunta relevante y actual. Una vez perdido el espesor utópico de la metáfora cristalina, pero ya aburridos de la experimentación fenomenológica sobre el vidrio —cuyos productos banales nos circundan— ¿qué ramas del árbol genealógico romántico de cristal merecerían volver a florecer? Parece obvio que no podremos encontrar nuevos caminos en las procedentes de la estética formal, que justifica una arquitectura, tan a la moda, que mimetiza y banaliza las formas naturales sino, más bien, en las posibilidades aún no exploradas de la estética energética, donde los procesos de la naturaleza y la razón de ser de sus formas pueden, especialmente en una época que se dice ‘sostenible’, alimentar de nuevo nuestra decaída imaginación.


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