Infrastructure and urban planning  Opinion 

Madrid Makes Public Space Profitable

Behemoths and Thingamajigs

Ricardo Aroca 
30/06/2007


Para empezar una precisión semántica: observo, con pesar, que llaman chirimbolos a los enormes artefactos que han invadido Madrid bajo la égida del alcalde Alberto Ruiz-Gallardón. Protesto con la autoridad que me da el haber bautizado a los chirimbolos originales del anterior alcalde José María Álvarez del Manzano. Según el diccionario María Moliner, chirimbolo significa «cosa, generalmente de forma algo complicada, que no se sabe cómo nombrar». El término se ajusta como un guante a los artefactos que dispersó por la ciudad Álvarez del Manzano, pero no es en absoluto adecuado para la brutal secuela que ha invadido Madrid, cuya principal cualidad, no ciertamente positiva, no es la forma complicada, sino el tamaño.

Después de una profunda meditación y numerosas consultas he llegado a la conclusión de que la palabra adecuada para los artefactos de Gallardón es ‘mamotretos’, cuya segunda acepción —la primera es libro voluminoso— es «objeto demasiado grande o pesado para el servicio que presta».

Una vez cumplido el necesario rito del bautismo, y sabiendo cómo se llaman, procede acercarse a los mamotretos y tratar de describirlos. Son grandes, muy grandes: unos auténticos mamotretos, y parece que sólo es el principio; están previstos algunos de más de 50 metros cuadrados en la ‘Calle 30’, cabe suponer que en la parte sin túneles. Han surgido sin previo aviso, de repente, por todas partes. Al principio con un mensaje inquietante: «Ella me mira», acompañado de un dibujo de manos y nariz asomando por encima de una tapia, tomado de un icono frecuente en los urinarios públicos. Ya tienen anuncios corrientes que no deben ser muy buenos, porque no consigo recordar ni una sola de las cosas que se publicitan.

En la era de la electrónica los mamotretos son de una tosquedad increíble, parecen venir de otra época. Tienen dentro un rollo con tres anuncios que van cambiando, cabe suponer que con unos motores movidos, sin duda, por electricidad municipal. ¡Qué ocasión perdida de dotarlos de paneles solares y anunciarlos como publicidad ecológica y sostenible! Sólo tienen una cara útil, orientada naturalmente hacia los automovilistas —que deben tener mayor poder adquisitivo, o ser más sensibles a la publicidad que los peatones— y la parte de atrás es una cosa gris con unas pequeñas rejillas de ventilación que está pidiendo a gritos algo: ¡otra ocasión perdida para la publicidad institucional!

Quien los haya diseñado ha hecho un patético esfuerzo para suavizar el tosco rectángulo publicitario: unas patitas curvas de tubo brillante y unos añadidos a modo de estiradas empanadillas en los laterales tratan inútilmente de ofrecer a los mamotretos un cierto aire ‘de diseño’.

No gustan a nadie, ni siquiera al alcalde, como ha declarado en la prensa amiga, en un ejemplar ejercicio de cinismo, sin que el periodista indagara sobre la cadena de decisiones que han conducido a semejante desafuero. No cabe duda de que los mamotretos están ahí para quedarse. Se han puesto en escena de modo realmente inteligente: se han colocado unos cuantos en lugares deliberadamente ofensivos, incluso delante de ventanas de viviendas. La prensa ha hecho fotografías y se han hecho listas de situaciones gravemente lesivas. Una vez generado el escándalo, se quitan esos y está implícito que el resto no molestan. Además, ya han pasado las tres semanas en las que el asunto interesa; la prensa ha conseguido que quiten algunos y el tema ya no es noticia, por lo que no caben nuevas protestas con eco en los medios de comunicación.

Los mamotretos no son una buena imagen para la ciudad, hacen además más peligrosos a los automovilistas —por si no lo fueran ya bastante—, y de ser ciertos los previstos en la M-30, serán sin duda causa de accidentes a poco que los anuncios móviles sean sugerentes. Pero, con ser grave, no es lo peor; lo que se pone crudamente de manifiesto es una nueva vuelta de tuerca en la degradación de lo público.

El espacio público no es propiedad del Ayuntamiento; las calles y plazas no están inscritas en el registro de la propiedad, como sí lo están los edificios y terrenos de propiedad municipal que pueden ser objeto de compraventa. El Consistorio tiene la obligación de cuidar del espacio público y mantenerlo en un estado de decoro y buen uso, pero difícilmente puede justificar el hacer concesiones sobre lo público si de ellas no puede deducirse una utilidad clara para la ciudadanía, por ilusoria que sea.

Cuando Álvarez del Manzano, en una iniciativa que entonces pareció brutal —pero que a la vista de lo actual se me antoja patéticamente tímida—, llenó las aceras de Madrid de chirimbolos horteras, Jaume Sisa le compuso una canción. Manzano trató de justificar la empresa claramente publicitaria destacando una pretendida utilidad: unos servían para recolectar pilas, otros eran fuentes de agua, los menos retretes, incluso como guinda, el concesionario recogería los excrementos de perro de las aceras mediante unos empleados convenientemente uniformados. Creo haberlos visto una vez, pero seguramente el Ayuntamiento encontró muy pronto el pretexto para eximir al concesionario de tan sucia y poco elegante tarea.

En esta ocasión ya no ha habido el más mínimo tapujo: se trata de explotar económicamente el espacio público de Madrid. El Ayuntamiento pagará seguramente la electricidad con una pequeña parte de los ingresos publicitarios que se generen. Si no nos gusta tendremos además el consuelo de que al alcalde tampoco, lo que debe sufrir, el pobre. Pese a que nadie ha sabido nada hasta que han empezado a aparecer los mamotretos como setas —incluso en la misma época del año—, seguro que ha sido un concurso que ha cumplido todos los trámites legalmente exigibles de publicidad y libre competencia; y pese a la celeridad con que ha ido todo, estoy seguro de que la especie difundida en algunos círculos de que los artefactos estaban fabricados antes de la convocatoria del concurso es una leyenda urbana más. Estoy seguro, además, de que una decisión de esta naturaleza no tiene por qué pasar por la Comisión de Estética Urbana, que está para los monumentos y no para los negocios municipales.

Ni los controles legales ni los políticos sirven para detener estos desafueros que alimentan la acendrada indiferencia de la ciudadanía, que se siente inerme mientras las instituciones que deberían articular una sociedad civil independiente están cada día más mediatizadas por el juego político. Nos queda el consuelo de que desde los túneles —en los que pasamos cada vez más tiempo— los mamotretos no se ven, pero ya inventarán algo.


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