En el último año se han puesto en el mercado 600.000 nuevas viviendas en España, más que en Francia y Alemania juntas y del orden del 40% de todas las construidas en la Unión Europea. A pesar de ello el precio ha seguido aumentando a una tasa cercana al 20%, y así llevamos varios años; sin embargo el esfuerzo necesario para adquirir una vivienda (pago mensual de hipoteca en relación con los ingresos familiares) es ahora menor que hace diez años. La repercusión del suelo supone un porcentaje inaceptable del precio de la vivienda, y las operaciones para crear nuevo suelo (algunas de enorme magnitud, como los PAU de Madrid) no han tenido impacto apreciable en el mercado.
La sociedad está justamente escandalizada por los precios, un escándalo un tanto peculiar ya que todos quisiéramos viviendas más baratas para nuestros hijos, sin que ello conlleve que baje de precio la nuestra, que es la inversión de nuestra vida.
El Estado gasta en proteger la adquisición de viviendas sobre el 1% del PIB, pero el 86% de esta ayuda favorece a las rentas más altas, mientras que baja el número de viviendas protegidas y la promoción pública, en la práctica, casi ha desaparecido.
La vivienda es ‘para toda la vida’ de una familia (pese a que por cada dos matrimonios hay un divorcio) y consecuentemente la tasa de movilidad es bajísima (sólo un 5% de las familias españolas cambian de vivienda en un año, frente a un 10% en Gran Bretaña y un 20% en EEUU).
El apego a la vivienda en propiedad, más que una cuestión geográfica, parece serlo de religión; la situación española se repite con virulencia variable no sólo en los países mediterráneos sino también en Irlanda.
Un encuentro con sociólogos y registradores de la propiedad me ha permitido aclarar las cosas. En primer lugar el origen de la demanda; éste es el momento de acceso a la vivienda de la cohorte de edad más numerosa de la historia de España: los nacidos hacia el año 1975 (en pocos años la natalidad bajó casi a la mitad). La edad de emancipación real, aunque sigue siendo alta, ha bajado. Los inmigrantes (sobre todo los del este de Europa y los sudamericanos) tienen intención de establecerse y empiezan a alcanzar una cierta estabilidad de empleo. Entre 100.000 y 150.000 ciudadanos europeos que probablemente son inquilinos en sus países de origen compran viviendas cada año en España.
En los últimos ocho años se han creado cuatro millones de empleos nuevos, aumentando el poder adquisitivo de las familias, lo que unido a los bajos tipos de interés, al progresivo alargamiento de las hipotecas (vamos por los 30 años) y a la generosidad de las tasaciones (los bancos necesitan prestar dinero a falta de otras posibilidades de colocación) explica la reducción del esfuerzo de los compradores; el tratamiento fiscal favorece la compra respecto al alquiler de manera decisiva. El comprador mide sus posibilidades y trata de adquirir la vivienda más valiosa posible, la continua escalada de precios le impulsa a no demorar la compra, al tiempo que le garantiza la teórica rentabilidad de su inversión (tampoco hay alternativas para canalizar el ahorro).
La fuerte demanda permite subir los precios, alargando los plazos para no aumentar el esfuerzo; la competencia mantiene estables los costes técnicos y relativamente estables los de construcción, con lo que aumenta la componente de suelo, que está desde hace años en muy pocas manos, capaces de seguir acaparando las nuevas ofertas de suelo a mayor velocidad de la que se pone en el mercado.
La escalada de precios, con las consiguientes posibilidades de especulación, ha afectado profunda y negativamente a la transparencia del mercado cooperativo que opera sobre suelo privilegiado, y las administraciones han dimitido en buena parte del país de su obligación de atender la demanda insolvente (cada vez con más problemas de integración y convivencia) mediante la promoción pública.
Dado su enorme valor, que la convierte en la práctica en la única inversión posible de una familia pese a la escasa tasa de movilidad, la consideración de la vivienda como inversión (realizable en un hipotético futuro) supera en la escala de valores de los adquirentes al valor de uso.
La vivienda ha pasado a ser lo que los anglosajones llaman una commodity, es decir una mercancía normalizada descrita con pocos parámetros precisos: metros cuadrados, número de dormitorios (mínimo tres) cuartos de baño (dos) y situación.
El modelo ‘Madrid-Sur’, que tanta fortuna ha hecho, a base de manzanas pequeñitas que pueden construirse de una vez y con un solo portal, da lugar a unos ensanches de calles desiertas sin el menor incentivo para pasear, que aúnan la baja densidad con un aspecto masivo, con la única alternativa de las interminables hileras de adosados —versión celtibérica del mito del suburbio americano—.
Todo ello, como corresponde a un mercado normalizado, está dominado por una propuesta inmobiliaria donde la arquitectura no aparece ya ni siquiera en el plano subliminal. Los anuncios inmobiliarios cada vez incluyen menos imágenes de plantas vulgares o fotos de maquetas o infografías horrendas; empieza a predominar, como en las marcas sofisticadas de automóviles, el anuncio abstracto que trata de proyectar la imagen de solidez de empresa o de cariño de la inmobiliaria hacia sus clientes. En pocos casos hay algún desliz hacia la arquitectura (suele hablarse de «arquitectura moderna pero práctica»).
El reto de la política de vivienda es volver a producir un parque de viviendas en régimen de alquiler. Para ello tendrán que crearse las condiciones fiscales y de seguridad jurídica necesarias para que los operadores del mercado de oficinas (que son prácticamente todas en alquiler) se interesen por el de alquiler de viviendas, y a su vez los inquilinos potenciales vean ventajas reales en el alquiler. Cuando se den las condiciones, la gente se atreverá a vivir en una vivienda alquilada innovadora y adaptada a sus necesidades reales ya que no tiene que comprometer en ella la inversión de toda su vida. Un automóvil puede ser flexible dentro de ciertos márgenes, pero todo el mundo admite que a diferentes situaciones vitales corresponden distintos tipos de automóviles (bien es verdad que su duración limitada facilita psicológicamente los cambios). La flexibilidad de una vivienda tiene límites y por más que se busquen soluciones ingeniosas no pueden competir con las posibilidades de otra vivienda distinta. El despegue de la vivienda en alquiler, si se produce, puede ofrecer a los arquitectos clientes más profesionales, tal vez capaces de probar innovaciones y desde luego con posibilidad de evaluar sus resultados.