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La ciudad perfecta

Evolución de Londres

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La ciudad perfecta

Evolución de Londres

Antón Capitel 
28/02/2011


Este libro de Rasmussen se publicó en 1934 y, en inglés, hacia 1937. Quien escribe lo conoció, hace mucho tiempo, mediante la edición italiana (Officina, 1972) y puede asegurar que, en gran medida, su admiración por la gran capital británica procede de él. Hoy, 76 años después, se publica en castellano. Enhorabuena a la Fundación Caja de Arquitectos, una de las mejores editoriales españolas, pues más vale tarde que nunca.

El libro es muy completo. Relata la historia de Londres al examinar sus características, señalando la que Rasmussen considera esencial: la gran extensión de la ciudad, con densidad muy limitada y su gran cantidad de espacios libres. Esto es, el hecho de ser una gran ciudad jardín histórica. Para Rasmussen, la mejor ciudad. El análisis de la historia y del crecimiento, de sus áreas libres, jardines y parques, de sus vías de comunicación y transportes, se completa con el del caserío y de los espacios que forma. Rasmussen trata sobre todo el arquetipo de casa londinense, la georgiana. Esto es, la casa de sótano con otros cuatro pisos y con yard trasero; la casa vertical, capaz de unirse a otras para configurar cualquiera que sea el edificio o espacio: terrace, square, crescent... «Londres es una ciudad con una arquitectura de primera categoría y [...] Bedford Square una de las plazas más elegantes del mundo».

El secreto de Londres para ser «la mejor ciudad» es, según Rasmussen, el de «desarrollar una civilización que ha ido creciendo de una manera natural y espontánea». La independencia política y la libertad fueron las claves de esta espontaneidad, así como la afición a la casa unifamiliar y a la vida al aire libre. «Londres, ciudad perfecta», debería haber sido el título, si Rasmussen se hubiera atrevido a reflejar su pensamiento. Pero no hay perfecciones bajo la capa del sol, sólo ciudades narcisistas. Londres, como Barcelona, lo es, y Rasmussen fue en buena medida responsable al olvidar sus defectos. Reconoce sólo el del transporte, a causa de una ciudad tan extendida.

La mitificación de la espontaneidad hace decir al autor que fue bueno que la City no reformara su plano después del incendio de 1666. A quien escribe no le cabe duda de que, por democracia (?) o no, esto fue un gran error, y que hubiera sido magnífico trazar la ciudad propuesta por Wren, por Evelyn o por Hooke. Cualquiera de ellos hubiera evitado la forzada reconstrucción ‘clasicista’ del primer tercio del XX, que Rasmussen tuvo que conocer. Cuando hoy, una segunda y feroz especulación de final y principio de siglo, ha vuelto a colmatar la City, esta vez con arquitectura ¿moderna?, el plano y la ciudad misma han explotado, y el sector se ha convertido en un lugar ridículo, uno de los más feos del mundo, imagen fiel de la inmoralidad financiera que esconde.

Pero Rasmussen no trata tampoco el que me parece el principal problema de la ciudad. Obsesionado por la virtud de no tener centro, no dice que su elemento configurador principal, el río, no llega a constituirse como verdadero lugar central, y que jugó, y juega, el papel de separación entre centro y suburbio. El gran barrio de Southwark, en realidad en posición central, es un suburbio por estar al sur del río. Tan sólo hoy, tímidamente, la transformación de la Bankside Power Station en Tate Modern trata de unirlo con la City, como en su día la estación de Waterloo, el County Hall, el Royal Festival Hall y el National Theatre intentaron, y en parte consiguieron, en la zona de Westminster.

Son, en todo caso, descuidos críticos provocados por el apasionamiento, y que no empañan las virtudes analíticas del gran libro de Rasmussen, probablemente el más importante que se ha escrito sobre Londres hasta la fecha. 


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