La pintura contemporánea ha adquirido nueva vitalidad a través de la oposición pintura/cuadro y de la extensión de lo pictórico al ámbito espacial y a los nuevos recursos tecnológicos; la escultura comenzó mucho antes su disolución en el ‘campo expandido’ y adoptó ya desde los años sesenta los diferentes modos de la instalación, de manera que la dialéctica escultura/estatua parece, hoy por hoy, tener ya poco que decir. La escultura se entregó pronto a su disolución disciplinar, mezclándose con el espacio, con la escenografía, con el sonido, la luz o la narración. Y se entregó tanto, que en cierta medida se disolvió, acabó perdiendo su especificidad disciplinar. Sin embargo, todo movimiento va acompañado de su resistencia y la obra de Jaume Plensa se fraguó desde sus inicios en los años ochenta en el convencimiento de la vigencia del viejo artefacto estatua. A pesar de que en su evolución —desde las contundentes piezas de hierro de la década de los ochenta hasta la fragilidad casi inmaterial de las figuras de poliéster o alabastro traslúcidas de los últimos años— ha ido incorporando paulatinamente sonido, luz, imagen electrónica, texto y, especialmente, componentes de instalación en el sentido de una cuidadosa y efectiva puesta en escena. Plensa demuestra que la escultura desnuda aún tiene un amplio campo de significación en el espacio con-temporáneo, que la estatua no es ya un simple conglomerado formal, sino el punto de intersección de sensaciones, el lugar de cristalización de las ideas en el interior del espacio. Y ello es coherente con la orientación generalista de su trabajo, pues Plensa, más que los temas coyunturales a los que nos tiene acostumbrados el arte contemporáneo, indaga con su trabajo en las preguntas ancestrales en torno la vida y la existencia del hombre sobre la tierra: felicidad y desgracia, miedo y plenitud, violencia y fraternidad... [+]