Opinion 

In Praise of Encounter

Public Space, Citizen Space

José Miguel Iribas 
28/02/2011


Existe una generalizada convención según la cual la ciudad viene conformada básicamente por los equipamientos y los espacios públicos, una concepción morfologista que remite de forma irrecusable a la arquitectura como la más decisiva (diríase que casi la única) disciplina que interviene en la configuración del hecho urbano. Pueden encontrarse varias objeciones a tal presupuesto. Para empezar, la ignorancia sobre el papel fundamental que juega el espacio colectivo, concebido —en el mismo sentido empleado por Manuel de Solà-Morales o Mauricio Cerasi— como el lugar de titularidad privada y uso público que, por su esencial capacidad de atracción, se disfruta por los ciudadanos de manera intensa y prolongada. La ciudad contemporánea es del todo inexplicable sin que se aluda a este tipo de lugares (comercios, bares, espacios de trabajo y ocio), cuya presencia cuantitativa y características cualitativas contribuyen de forma decisiva a activar y jerarquizar lo urbano, dando cuenta de la energía de la ciudad entera.

Una segunda objeción, de mayor importancia para el asunto que nos atañe, parte de una idea conceptualmente más amplia consistente en entender la ciudad como resultado de un proceso territorial y económico basado en la ‘acumulación para el intercambio’, el cual se asienta no sólo sobre los factores territoriales e infraestructurales del contexto físico sino especialmente sobre la confluencia de elementos materiales (la edificación y el espacio público, fundamentos de la acumulación) y elementos inmateriales (actividades y flujos, punto de partida de todo intercambio humano).

Construir la ciudad desde factores inmateriales —entendidos éstos como los componentes que representan la base cultural y social sobre la que se asienta el hecho urbano—es uno de los retos pendientes del urbanismo real. El espacio público es, ante todo, la expresión de los valores cívicos que sustentan la ciudad, el resumen de la vida que alberga y estimula; y la consecución de estos atributos es relativamente independiente del diseño, como muestra el hecho de que existen espacios urbanos antológicos —la Gran Vía madrileña, las Ramblas barcelonesas, Time Square o Picadilly Circus— que se caracterizan por la escasa relevancia que ha tenido su resolución arquitectónica en su ‘éxito social’.

Aunque una buena solución compositiva contribuye favorablemente a la gestación exitosa del espacio público, lo que realmente constituye la base de su éxito final es la capacidad de atracción que contengan las actividades que alberga (o las de su entorno inmediato), que son la base de su singularidad y la razón última de su excelencia. Esto nos lleva ineludiblemente a contemplar otros dos factores: la accesibilidad, que asegura la concurrencia de los ciudadanos, y el confort de su uso, para prolongar su estancia. En este sentido, es necesario plantear un nuevo debate acerca de la naturaleza última del proyecto sobre el espacio público: si se orienta casi exclusivamente hacia la resolución de los aspectos visuales de la composición está olvidando que también debería considerar el confort, que, además de sus propias exigencias, suele asentarse sobre la polisensorialidad, es decir, sobre el estímulo de otros sentidos —oído, olfato y tacto—, un componente clave que debería servir como argumento recusatorio de las actuaciones en las que se olvidan deliberadamente la vegetación y el agua —dos grandes aliados de la activación perceptiva— y se sacrifican impunemente para garantizar la presencia dominante del producto arquitectónico.

Cabría así invocar, en consecuencia con lo dicho, tres características que deberían fundamentar el espacio público: la ‘atractividad’ (propia o ajena, a condición de que estimule ésta), el dinamismo (configurado generalmente por un programa de usos abierto que completa la ciudadanía) y el confort. Además de contar con estas premisas, es fundamental que las intervenciones urbanas contribuyan al equilibrio de la ciudad. Aparte de las operaciones de rediseño de espacios puntuales —muy visibles y, en consecuencia, muy gratas a los administradores públicos—, es en las periferias urbanas y suburbanas donde se manifiesta de una manera más nítida la necesidad de repensar el espacio público. Se trata de ámbitos en los que la aplicación de metodologías y prácticas ancladas en el más puro convencionalismo funcionalista ha derivado en la ausencia de espacios capaces de convocar y retener a los ciudadanos, como ya anticipara lúgubremente Henri Lefebvre en su premonitorio y nunca suficientemente ponderado ‘Elogio de la taberna’.

La práctica del urbanismo en los últimos 35 años en España parte de la asunción de principios derivados de la Carta de Atenas, de manera que el espacio comunitario se concibe desde una óptica básicamente funcional, que prioriza el tráfico automóvil y promueve grandes áreas verdes aisladas de las viviendas y carentes de espacios colectivos (comercios, bares, espacios de ocio y trabajo) que sean capaces de atraer y retener de forma continua a los ciudadanos. A ello contribuye la evitación de todo mestizaje de usos, implícitamente asumido por la profesión —pese a las invariables declaraciones en contra de los urbanistas en ejercicio— y explícitamente impuesto, por ejemplo, en los instrumentos legislativos sobre viviendas sociales, en las que se amplía la protección a los trasteros y a los garajes pero no a los espacios de trabajo o a los establecimientos comerciales y hosteleros.

Desde esa perspectiva, las actividades y los flujos se contemplan exclusivamente como problemas a resolver en lugar de ser oportunidades extraordinarias para promover los intercambios, que hoy son prácticamente inexistentes. En el modelo funcionalista imperante, las calles se transforman en viales, los jardines en desérticas extensiones verdes que tienen un destino estrictamente contemplativo y el espacio público en su conjunto está despojado de sus características esenciales: ser la extensión de la vivienda, el ámbito de la concurrencia espontánea, el lugar de encuentro, el escenario de los afanes y los deseos, la traducción física de los atributos y valores de la sociedad. Así que, objetivamente, hay mejor espacio público y mejor ciudad en la mayor parte de los ensanches de la era franquista, con sus innumerables y dolorosos problemas, que en las intervenciones bienintencionadamente higienistas pero socialmente inanes de la era democrática.


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