Comparándola con otras ramas, poco ha progresado la disciplina urbanística en los últimos treinta años. Sometida a los postulados de la izquierda predemocrática, dispone de una base teórica incapaz de enfrentarse a los nuevos retos de nuestras ciudades: su irrefrenable expansión, la fragmentación administrativa del territorio, la inclinación ciudadana hacia tipologías extensivas, la aparición de nuevos elementos configurantes del territorio, la emergencia de espacios metropolitanos y la especialización funcional de los suelos y, como causa y consecuencia de lo anterior, el aumento desaforado de la movilidad y la necesidad de nuevas infraestructuras.
La legislación vigente mantiene intacta la idea de ciudad de la Ley del Suelo de 1975, que conspiraba abiertamente contra la esencia de lo urbano. Moderando las densidades hasta magnitudes incompatibles con las cualidades de la urbanidad, favorecía la ocupación de nuevos espacios, impulsando devastadores crecimientos suburbanos extensivos.
La arquitectura, que quiere reservarse el urbanismo como un coto exclusivo, le presta, no obstante, escasa atención. No lo hace en las Escuelas, inclinadas a considerarlo como materia de segundo orden, a distancia de la edificación, que copa el interés fundamental de los planes de estudio y de los profesores y alumnos. Esta actitud académica propicia que el urbanismo se entienda como una disciplina subalterna, enraizada más en lo formal que en lo funcional, y que, por tanto, pueda prescindir de otras perspectivas fundamentales para entender y proyectar las ciudades. La economía, el transporte, el medio ambiente, la sociología se incorporan a los planes para cumplir las exigencias reglamentarias, pero no suelen resultar decisivas en la conformación del espacio urbano, que se solventa mediante la yuxtaposición de piezas dispuestas desde una postulación estrictamente jurídica y geométrica.
Los juristas, profesionales o vocacionales, han tomado el poder. Cada vez más confinados al argumentario jurídico, los urbanistas en ejercicio son mejores expertos en legislación que en la ciudad, lo que ha terminado por arrinconar toda esperanza de utopía e imaginación. En consecuencia, los planes urbanísticos actuales son, en su mejor versión, un ejercicio de distribución equitativa de las cargas y beneficios que garantiza un marco legal indispensable para el tráfico de suelo, aunque incapacitado para generar espacios urbanos de calidad y dinamismo comparables al de nuestras viejas ciudades, cuyas carencias y déficits no solucionan. Además, en general, no impulsan procesos de reconversión y modernización económica.
Sólo mediante una reflexión crítica que cuestione los postulados esenciales de la ortodoxia urbanística puede romperse esta perniciosa dinámica. Hay cuestiones fundamentales cuya reconsideración podría dar lugar a otros modelos urbanos más interesantes y eficaces, más imaginativos y abiertos. Éstas son algunas de ellas: La altura y la densidad
No hay ciudad sin densidad. La ciudad nace desde y para el intercambio, que sólo es posible desde la acumulación y la complejidad. Dos argumentos adicionales: sin densidad es imposible una economía terciarizada; por otro lado, la densidad es, desde el punto de vista medioambiental, más racional y sostenible. La renuncia indiscriminada a la altura propone un aumento metastático de la huella ecológica de las ciudades que incrementa superlativamente los costes de implantación y mantenimiento de las infraestructuras y los servicios urbanos, y limita el mestizaje de usos y la complejidad del espacio urbano.
El borde urbano
Se ha tenido como el principio fundamental del diseño urbano. Pero se ha conculcado repetidamente, tanto desde el planeamiento como desde la gestión. Nos guste o no, el borde urbano es una realidad superada y las ciudades se extienden tentacularmente sobre el territorio. Países como Suiza, Holanda o Alemania, más pragmáticos, entendieron esta situación, la asumieron y planearon ese modelo de ciudad neuronal que nuestra izquierda tacha de intolerable. Pero que se impone irreversiblemente. No vale ya mirar para otro lado.
El municipio
La actual fragmentación municipal del territorio en España se produjo en la primera mitad del siglo XIX. Hay demasiados municipios, más de 8.000. Y no hay argumentos que justifiquen su papel preponderante en el planeamiento y la gestión en el siglo XXI. Bastaría con 250 o 300 áreas funcionales para promover una gobernanza del territorio español más sensata y propiciar un modelo de gestión menos proclive a la corrupción, que se alimenta, en buena medida, de la debilidad.
La compacidad y la continuidad
No son conceptos inseparables. La idea de un crecimiento urbano basado en círculos concéntricos ha propiciado las periferias más detestables. Y juega a favor de los intereses de propietarios de suelo y promotores. Pero todavía se recusa un modelo de ciudad que no responda a ese criterio. Sólo mediante la aprobación de espacios urbanos compactos discontinuos, exclusivamente para vivienda social, puede quebrarse la sinrazón de los precios de suelo y facilitar el acceso a la vivienda a los jóvenes. Además, no hay por qué asumir como definitivo el sistema de asentamientos en todos nuestros territorios.
La economía del planeamiento
En el ejercicio del urbanismo, no hay pregunta más principal ni respuesta más necesaria que la economía. No hay planeamiento válido que no ponga la economía en el primer lugar de sus objetivos. Puede haber espacios urbanos de éxito sin calidad arquitectónica (Dublín), pero los espacios formalmente espectaculares sin argumento económico fracasan irremediablemente (Berlín).
La sostenibilidad
Los planes no son buenos porque sean sostenibles, sino porque mejoran la expectativa racional de vida de los ciudadanos en condiciones adecuadas en todos los frentes (medioambiental, económico, social, convivencial, etc.). Este propósito incluye necesariamente la sostenibilidad. Pero es una exigencia criteriológica, no un objetivo justificador.
La participación democrática
Los actuales cauces de participación ensimisman los procesos de planeamiento, hurtándolos al debate social. Los planes son gráficamente áridos y utilizan una jerga incomprensible. A los procesos públicos comparecen muy pocos interesados. Son ineficaces: raramente se replantean los modelos ni se admiten los debates generales. Este modelo de participación es claramente insuficiente. Un trámite que se suele interpretar como una molestia necesaria. Pero sólo desde la legitimación social hay estabilidad en el largo plazo y progreso real.