Opinion 

The Urban Space as a Stage

Taking Place

Manuel Delgado 
28/02/2011


A veces se antoja que los espacios urbanos que los arquitectos y urbanistas proyectan no están concebidos para que en ellos se desarrolle la sociabilidad humana, como si la simplicidad del esquema producido sobre el papel o en la maqueta no estuviera calculada nunca para soportar el peso de las vidas en relación que van a desplegar ahí sus iniciativas. En el espacio diseñado no suele haber presencias, lo que implica que, por no haber, tampoco uno encuentra ausencias. En cambio, el espacio urbano real conoce la heterogeneidad innumerable de las acciones y de los actores. El espacio urbano es el proscenio sobre el que se negocia, se discute, se proclama, se oculta, se innova, se sorprende o se fracasa. Ahí no hay más remedio que aceptar someterse a las miradas y a las iniciativas imprevistas de los otros. Ahí se mantiene una interacción siempre superficial, pero que en cualquier momento puede conocer desarrollos inéditos. Espacio también en que los individuos y los grupos definen y estructuran sus relaciones con el poder, para someterse a él, pero también para insubordinarse o para ignorarlo mediante todo tipo de configuraciones autoorganizadas y espontáneas.

La utopía imposible que el proyectador busca establecer en la maqueta o en el plano es la de un apaciguamiento de la multidimensionalidad y la inestabilidad de lo social-urbano. El arquitecto puede vivir así la ilusión de un espacio que está ahí, esperando ser planificado, embellecido, funcionalizado, que aguarda a ser interrogado, juzgado y sentenciado. Se empeña en ver el espacio urbano como un texto, cuando ahí sólo hay textura. Tiene ante sí una estructura, es cierto, una forma: hay líneas, límites, trazados, muros de hormigón, señales... Pero esa rigidez es sólo aparente. Además de sus grietas y porosidades, oculta todo tipo de energías y flujos que oscilan por entre lo estable, corrientes de acción que lo sortean o transforman.

De ahí esa fundamental distinción entre la ciudad y lo urbano debida a Henri Lefebvre. La ciudad es un sitio. Lo urbano es algo parecido a una ciudad efímera, «obra perpetua de los habitantes, a su vez móviles y movilizados por y para esa obra» escribe Lefebvre en Espacio y política. Lo urbano es una forma radical de espacio social, escenario y producto de lo colectivo haciéndose a sí mismo. Su personaje central —el animal urbano— es «polivalente, polisensorial, capaz de relaciones complejas y transparentes con ‘el mundo’ (el contorno o él mismo)». Su asunto son las relaciones sociales hechas de simultaneidad, dislocación y confluencia. Su espacio —el espacio de y para lo urbano como «lugar de deseo, desequilibrio permanente, sede de la disolución de normalidades y presiones, momento de lo lúdico e imprevisible»— no es un esquema de puntos, ni un marco vacío, ni un envoltorio, ni tampoco una forma que se le impone a los hechos, sino una actividad, una acción interminable cuyos protagonistas son esos usuarios que reinterpretan la obra del diseñador a partir de las maneras como acceden a ella y la utilizan al tiempo que la recorren. Esa premisa desactiva cualquier pretensión de naturalidad, de inocencia, de trascendencia o de transparencia, puesto que el espacio urbano es, casi por principio, indiscernible.

El espacio urbano no es un presupuesto, algo que está ahí antes de que irrumpa en él una actividad humana cualquiera. Es sobre todo un trabajo, un resultado, o, si se prefiere —evocando con ello a Henri Lefebvre y, con él, a Marx— una producción. O, todavía mejor, como lo había definido Isaac Joseph: una coproducción. Esa comarca puede ser objeto de apropiación, nunca de propiedad, en la medida en que en modo alguno puede constituirse en posesión. Dominio en que la dominación es —o debería ser— impensable. En el espacio urbano existe, es cierto, una coherencia lógica y una cohesión práctica, pero estas no permitirían algo parecido a una ‘lectura’ o a una ‘interpretación’, a la manera de las que propiciaría la existencia de una suerte de mensaje o información, algo que respondiera a un único código y estuviera en condiciones de ser reconocido como ‘diciendo alguna cosa’. En el espacio urbano no existe nada parecido a una verdad por descubrir, lo que hace inútil aplicar sobre él exégesis o hermeneútica alguna. Flujo de sociabilidad dispersa, comunidad difusa hecha de formas mínimas de interconocimiento, ámbito en que se expresan las formas al tiempo más complejas, más abiertas y más efímeras de convivialidad: lo urbano, entendido como la ciudad menos su arquitectura, todo lo que en ella no se detiene ni se solidifica. Un universo derretido.

La asociación de lo público a aquello cuya titularidad corresponde al Estado introduce un elemento de malentendido a la hora de definir un espacio como ‘público’, puesto que, de algún modo, cuestiona la propia dimensión abierta y accesible a todos que se acepta como su primera cualidad. Considerar que ha de estar supeditado a las instituciones estatales equivale a afirmar que el espacio público no es del público, sino de un orden político que se ha autoarrogado la función de fiscalizarlo e imponerle sus sentidos. En este caso, el espacio público ve desmentida su propia condición de tal, en tanto es concebido y reconocido como propiedad privada de un poder político centralizado.

Frente a esa definición del espacio público como texto político unitario se reproducen las evidencias de una apropiación ora microbiana ora tumultuosa de ese mismo espacio por parte de sus practicantes, su condición de escenario para el incansable trabajo de la sociedad sobre sí misma. Si el espacio público politizado —en el sentido de sometido a la polis— vive bajo la obcecación por hacer de él lo que ni es ni nunca ha sido ni seguramente será —una superficie nítida, pacificada, sumisa—, el espacio público socializado asume una naturaleza permanentemente intranquila, escenario activo para lo inesperado, proscenio en que la excepción es casi norma y marco para una sociedad autogestionada, que se pasa el tiempo tejiendo y destejiendo tanto sus acuerdos como sus luchas. El espacio público no debería ser reconocido como un escenario vacío a la espera de que algo o alguien lo llene. No es un lugar donde en cualquier momento pueda acontecer algo, puesto que ese lugar se da sólo en tanto ese algo acontece y sólo en el momento mismo en que acontece. Ese lugar no es un lugar, sino un ‘tener lugar’. Puro acaecer, el espacio público sólo existe en tanto es usado, que es lo mismo que decir atravesado, puesto que en realidad sólo podría ser definido como eso: una mera manera de pasar por él.


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