Opinion  Infrastructure and urban planning 

Towards an Urban Planning of Human Rights

Opening Frontiers

Rosario del Caz  Pablo Gigosos  Manuel Saravia 
07/08/2002


Los dos materiales con que se construye la ciudad han sido siempre la inmigración y los derechos. Con gente que venía de fuera (emigrantes) y con el establecimiento de un conjunto de derechos que desembocaron en lo que se ha dado en llamar precisamente la ciudadanía. Recibiendo gente y reconociendo derechos, las ciudades han desplegado todo su atractivo: Florencia se desarrolló en los siglos XIV-XV «introduciendo el tema de las relaciones entre ciudadanos autóctonos y forasteros» (Franchetti); la taracea del Estambul otomano fue un ejemplo de convivencia pacífica entre personas y grupos de origen y credos diversos (De Nerval), con una voluntad de «vivir con el Otro, en medio del Otro» (Hichem Djait); las ciudades de ultramar pusieron de manifiesto la voluntad europea de «fusión de los universos locales, separados, en un solo universo» (Benevolo); la principal virtud de San Francisco es «una estructura de base para acoger los miles de nuevos residentes que se instalaron en un tiempo muy corto» (Reps); el arquitecto Hobrecht diseñó en 1858 un plan para hacer de Berlín una capital-metrópoli, afirmando que «por motivos de orden moral y, por tanto público, me parece que se debe aspirar no a la segregación sino a la integración»; lo que daba a la Alejandría de principios del siglo XX «un algo especial era su población cosmopolita: griegos, italianos, británicos, franceses, armenios, rusos, mezclándose unos con otros» (Haag); el tránsito de la Barcelona inmóvil del XVIII a la región metropolitana del XX, origen de un nuevo urbanismo, se fundamentó en una masiva inmigración campo-ciudad, primero, y un fortísimo contingente de población de otras regiones, después; la Nueva York a la que llegaban decenas de miles de inmigrantes detrás del sueño americano (la ciudadanía y oportunidades de mejora material) se convirtió en modelo urbano del mundo. Y así cuantas ciudades se quiera, que vivieron o viven sus mejores momentos abriéndose a la gente de aquí y de allá, dándoles fuero.

Sorprende que el urbanismo actual parezca ajeno a éste que es su principal asunto: gente y derechos. Por el contrario, el urbanismo más crítico de hoy tiene como único paradigma el de la sostenibilidad. Y las políticas mejor articuladas tienen que ver con el control del consumo de suelo, la pacificación de tráfico o la racionalización del consumo de agua y energía, que dibujan un modelo ‘renano’ cuya mejor expresión es la Carta urbana europea de 1992. Por supuesto, la política real sigue sobre todo otros derroteros. Se rige por el predominio de la economía (neoliberal) y la competitividad, conforme a un urbanismo de ciudades cerradas, conflictos de tráfico, énfasis del turismo y uniformidad en el seguimiento del modelo americano. Pero ni el urbanismo real ni su crítica oficial resultan satisfactorios.

Por de pronto, llama la atención que en la idea de sostenibilidad urbana no aparezca como principio básico el fomento de la biodiversidad de la población. Al contrario, se tiende a pensar en comunidades uniformes, en las que una identidad previa homogeiniza el conjunto. Pero más llamativo es que en multitud de casos las propuestas de la ecología urbana sean compatibles con las de la política neoliberal, y no puedan dejar de verse como un parcheo. Una política que exacerba las desigualdades y tensa el planeta hasta límites extremos. Frente al urbanismo de guante blanco, que convive y congenia con este panorama; que busca el consenso (tipo agendas 21), donde parece que todo funciona y no hay antagonismos ni problemas de poder, se impone cada vez más claramente una nueva reivindicación del origen de la ciudad, de la ciudad del derecho, que pasa necesariamente por la reivindicación de los derechos humanos enunciados en 1948. Pues son lo único capaz de imponer una visión global del urbanismo.

Esta demanda no es abstracta. El desarrollo completo de los derechos humanos permite dar forma concreta y efectiva a la ciudad. Es clásico aludir a los derechos a la vivienda o a los equipamientos del estado del bienestar (derechos de 2ª generación); unos asuntos que siguen vigentes, aunque en retroceso. Otras cuestiones, sin embargo, no están «en la agenda». Las implicaciones urbanísticas del derecho a la seguridad, por ejemplo, no se conciben como problema público, y se admite su intento de resolución particular mediante el establecimiento de «fraccionamientos cerrados» (gated communities): unos enclaves de seguridad que discriminan el espacio urbano. Por su parte, el derecho al trabajo exige condiciones equitativas (lo dice expresamente la Declaración de 1948), que desde luego no se cumplen cuando se trata de atraer empresas a toda costa, bien sea ofreciendo ámbitos privilegiados (dulces parques tecnológicos para profesiones de élite), o bien eliminando exigencias urbanísticas a la implantación de nuevas industrias de transformación. Y es evidente que el derecho a una movilidad no discriminatoria (al que se refiere el artículo 13 de la Declaración) supone la prioridad estructural de los recorridos peatonales, a los que otros modos de moverse han de subordinarse. Y así sucesivamente podrían seguirse analizando otros derechos enunciados: a la propiedad, a la cultura, al espacio público. Tener a la vista estos criterios ayudaría a formalizar la ciudad según modelos diferentes del americano que acríticamente se impone.

Pero el reconocimiento de estos derechos se queda corto si no se atiende también al otro componente urbano: atraer gente. Comenta Stefan Zweig en El mundo de ayer que «antes de 1914 la tierra era de todos. Todo el mundo iba a donde quería y permanecía allí el tiempo que quería (...). Me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y a América sin pasaporte (...). La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser preguntada». Sin embargo hoy la exigencia de ‘papeles’, estas «monsergas improductivas que a la vez envilecen el alma» (nuevamente Zweig), ha tomado carta de naturaleza y se escucha y se pretende justificar por todas partes. Antes las fronteras eran para los productos, no para las personas. Pero hoy se agudiza lo contrario. Y las ciudades, en su autismo ensimismado, se abotargan.

Los anteriores derechos dibujan por fuerza un urbanismo hospitalario, cuyo leit motiv será el reconocimiento del derecho de asentamiento. Pues ya que «nadie tiene originariamente más derecho que otro a estar en un determinado lugar del planeta» (Kant), es de ley favorecer la llegada del otro. Y las ciudades tendrán que dar la cara en su defensa. La tardanza en este reconocimiento sólo añade sufrimiento innecesario (una noticia habitual de los periódicos). El urbanismo y las ciudades vivieron momentos de renacimiento cuando se demolieron las murallas que las constreñían y lastraban. Ha llegado ya el momento de demoler otras murallas: las ciudades y el urbanismo revivirán nuevamente.


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