No poco esfuerzo habrá hecho falta para traducir al inglés el libro del checo Karel Teige, un activista de la vanguardia centroeuropea en los años de vértigo de entreguerras. Esta cuidada reedición de la obra, a cargo de Eric Dluhosch, tiene en un primer contacto un aroma romántico, de facsímil de la edad de oro, y como tal parece que aportará contento a los nostálgicos de la época heroica, estética o imaginería protomoderna para uso de los posmodernos y material de ejercicio para las bibliotecas de las escuelas de arquitectura. Pero es bastante más que eso.
Tiene el formato duro de los radicales de los treinta. Desde las críticas que hace de su contemporaneidad, en un texto con voluntad de programa, hasta el diseño gráfico de los tipos, la ilustración y la cubierta, todo habla en este libro de una extraordinaria intención de modernidad y de una sólida convicción positivista de que el esfuerzo del pensamiento arquitectónico y social puede cambiar el mundo. Algo que hoy parece, sin duda, como un alegato del pasado lejano. Y sin embargo, el libro transmite eficazmente la sensación de aquella búsqueda de formas de edición y de grafismo, de posibilidades gráficas y fotográficas con que los radicales de la arquitectura de los años veinte, los constructivistas o Le Corbusier querían presentar su pensamiento.
Resucitado después de setenta años, el libro de Teige nos habla ahora también de varias otras cosas. Habla a los arquitectos del siglo XXI de la formidable voluntad de los revolucionarios y de los modernos de hacer ciencia con la arquitectura, y de su pasión por la razón como instrumento fundamental de progreso. Teige, viniendo de una adhesión al Constructivismo, se muestra reacio a la poética y a la exaltación de los valores formales de la arquitectura que luego se daría en llamar del Movimiento Moderno. Está convencido de que la crítica rigurosa es mucho mejor instrumento de progreso que la seducción formal. No obstante, ahora nos permitimos pensar que los radicales como Karel Teige renunciaban a trabajar con la enorme carga simbólica de sus arquitecturas, como si la única justificación presentable de su obra y la única moral moderna pudiera ser el racionalismo industrial y progresista.
La cuidadosa reedición del MIT irrumpe como una vigorosa llamada a la razón práctica (un rappel à l’ordre, diría Le Corbusier). Progreso industrial y social, ciencia y forma, pensados por el checo, parecen pedir ser repensados por nosotros. La voluntad de reunir en el proyecto como ars una los conocimientos y la propuesta del arquitecto a sus contemporáneos no deja de sonar como una canción actual, aunque ahora la oímos con la sordina de la posmodernidad y podemos escucharla confortablemente como un recuerdo de otro tiempo. Sin embargo, su denuncia de la inanidad del utilitarismo y su crítica al devaneo de los arquitectos, complacidos en proyectos de un alojamiento moderno estereotipado y de edificios que eran según él monumentos a la estética moderna, puede hacernos pensar en cuestiones actuales. La diferencia entre la calidad de la pasión compartida por los radicales de los años de entreguerras y la de los arquitectos mediáticos del nuevo siglo se hace visible de repente en el pensamiento.