Medio siglo después de su muerte, Le Corbusier sigue agitando las aguas del debate. La gran exposición de 2013 en el MoMA destacó la dimensión paisajista de una obra percibida de habitual como ajena al contexto y al entorno; la no menos importante de 2015 en el Pompidou usa el Modulor para presentar bajo una óptica humanista a un maestro juzgado a menudo como autor de una arquitectura deshumanizada; y en contraste con estas celebraciones monumentales, una nueva biografía anglosajona y tres ensayos aparecidos en Francia ponen énfasis en los aspectos ideológicos y políticos de un itinerario vital tan deslumbrante como ocasionalmente sombrío.
La biografía de Anthony Flint, dirigida al público general, presenta a Le Corbusier como el primer ‘starchitect’, y no renuncia a usar la celebridad y el sexo como ganchos para el lector, iniciando su relato con el arquitecto y Josephine Baker a bordo del Lutetia, el transatlántico que en 1929 sería escenario de su mítico romance. Reconociendo su deuda con especialistas como Allen Brooks, Curtis o Cohen, Flint ofrece una biografía compacta que contribuirá al conocimiento del arquitecto en el mundo anglosajón, pero que no puede reemplazar a la colosal obra de Nicholas Fox Weber (Le Corbusier: A Life), convertida desde su aparición en 2008 en referencia esencial sobre la vida del maestro.
En estos últimos años, la publicación de buena parte de la voluminosa correspondencia de Le Corbusier ha suministrado combustible a sus biógrafos, y permitido cartografiar con más precisión sus inquietudes intelectuales y sus vínculos ideológicos. La principal zona de sombra, referida a los 18 meses que pasó en Vichy entre 1941 y 1942 trabajando para el régimen colaboracionista del mariscal Pétain, había sido ya tratada por autores norteamericanos como Robert Fishman en 1977 y Mary McLeod en su tesis doctoral de 1985, pero no había afectado significativamente a la reputación del arquitecto. Sin embargo, este panorama ha sufrido un vuelco mediático con las tres obras publicadas en Francia esta primavera.
De ellas, la más importante es la del crítico e historiador François Chaslin, un grueso volumen de singular calidad literaria que supone un riguroso ajuste de cuentas con un personaje íntimamente imbricado en el trayecto vital del autor. No es, como subraya, ni una biografía ni un trabajo académico, sino más bien un retrato impresionista, construido con pinceladas sueltas sobre el fondo de la historia francesa reciente. En el transcurso de esta promenade architecturale, que avanza zigzagueante «como el camino del asno» ofreciendo vistas accidentadas o pintorescas, Chaslin reconoce haberse extraviado en la ruta de Vichy, en la época del Mariscal, lo que le obligó a consultar otros archivos para documentarse sobre un periodo histórico que a nadie gusta remover, y el resultado de su exploración es demoledor. Tanto sus simpatías por el fascismo como su reiterada actitud antisemita aparecen en el texto bajo una luz cegadora: desde su estrecha amistad con su vecino el homeópata Pierre Winter, defensor del cuerpo saludable y fundador del partido fascista francés, hasta la aventura de las revistas Plans y Prélude, ambas vinculadas a los movimientos fascistas, el itinerario político del arquitecto no puede ya remitirse a lo genérico o bien ocultarse piadosamente mediante la autocensura académica.
La muestra del Pompidou se centró en el Modulor, la biografía de Flint hizo al maestro más accesible para el público general, y las tres obras francesas revisaron críticamente la actividad y opiniones políticas de Le Corbusier.
El libro del periodista Xavier de Jarcy resume bien su propósito en el título, Le Corbusier, un fascisme français, porque lejos de presentar al arquitecto coqueteando con regímenes totalitarios en busca de encargos, describe su pensamiento político y urbanístico en sintonía con el activismo de su grupo de amigos, adscritos a una derecha autoritaria que algunos historiadores sitúan en la órbita del fascismo. Así el ya mencionado doctor Winter; así su fiel ingeniero François de Pierrefeu; y así también el famoso cirujano y autor Alexis Carrel, un partidario de la eugenesia al que Le Corbusier admiraba sin reservas. Calificado de panfletario, el libro sin embargo presenta persuasivamente la belleza violenta del tecno-fascismo taylorista, la etapa de Vichy, la fascinación del corporativismo y las opiniones del arquitecto sobre Hitler, Mussolini o el general Primo de Rivera.
No menos militante es el ensayo del filósofo Marc Perelman, que interpreta el itinerario vital e intelectual de Le Corbusier juzgándolo con ferocidad como un autoritario rígido empeñado en maquinizar el cuerpo a través del deporte y del ‘gran estadio’ que es la Ville Radieuse, una utopía fría de la construcción que en nuestros días ha engendrado «visiones del mundo tan terroríficas como las de Rem Koolhaas».
Chaslin cita al autor de las Meditaciones del Quijote para explicar el itinerario del maestro como un proceso de invención de su personaje, evocando la idea de Ortega según la cual cada hombre ha de inventar su figura, idealizando el personaje en el que va a convertirse: «Original o plagiario, es su propio novelista ». Le Corbusier, que en 1945 hizo encuadernar su ejemplar de Don Quijote con la piel de su perro, sabía bien de qué forma se construye el relato del héroe, y las grietas que hoy han aparecido en su pedestal no amenazan la supervivencia de su mito.